Carlo heredó las manos de oro de su padre, el chef Colombara de la región de Piamonte, tierra del risotto, en el norte de Italia. Desde los 10 años le enseñó a usar el fuego, a jugar con la sartén, a usar las especias, las finas hierbas, a crear en la cocina.
Pero, a más de la técnica y las recetas, le dejó una lección. “Me dijo: No haga este trabajo hijo mío, porque es el último trabajo que el buen Dios se ha inventado”.
Por eso, el joven Carlo estudió ingeniería industrial. La cocina era su hobby. Pero, al llegar a Guayaquil olvidó la lección.
“Vine a montar una planta de plástico y me gustó el país, lejano al estrés de vida italiana. También me gustaron sus mujeres”.
En la gran ciudad del río Guayas Carlo se enamoró y convirtió su hobby en su profesión. Abrió un ‘deli’, luego una rotisería de comida italiana y después vinieron los restaurantes. El San Remo, en la avenida Nueve de Octubre, es uno de los que más recuerda.
Y, desde hace 13 años, abrió las puertas de su casa en la ciudadela Guayaquil. Con solo pisar el primer escalón sus visitantes se trasladan al viejo continente.
Las botellas de vino dan la bienvenida y los racimos de uva adornan el techo de madera. En una de las paredes, el dios Bacco mira sonriente a los visitantes de la Casa di Carlo. Y en una de las mesas, su dueño muestra un gran bigote que no oculta su pícara risa.
El menú del ‘ristorante’ es variado, al estilo Piamonte. Tiene pastas, mariscos, asados, risotto… Más variado que el mural de los buenos recuerdos de la casa, que alberga más de 40 platos de loza pintados con los nombres de los mejores restaurantes de Italia: 12 Apostoli, Due Leoni, La Fattoria, Davide, Albergo…
El aroma de las salsas aderezadas con orégano y romero se escurre entre las mesas. Frente al fuego, los cocineros hacen danzar a las sartenes: los espaguetis son como bailarines que van por el aire.
Están ‘al dente’, listos para fusionarse en el plato Frutti di mare, una de las especialidades de la casa que mezcla calamar, camarones, pulpo, almejas, con un poquito de ajo, vino blanco, salsa de tomate y buon appetito.
Muy cerca de ahí está Mauro, quien no heredó el arte culinario de su familia. Solo el gusto por “el buen comer” de los Balestra Innamorati. Eso fue suficiente. “La comida es la regla de los italianos. Pensamos en la comida de la mañana hasta la noche”.
Del puro gusto aprendió a hacer pasta gorda, típica de su ciudad natal, Roma. En sus manos, la masa tomaba forma de fettuccini, de raviolis, los que le acompañaron en su ruta por América.
Viajó a los EE. UU., luego visitó México, Guatemala, Colombia y se ancló en Ecuador, en 1980. Fue una parada sin retorno. “Conocí a mi esposa, me quedé y empecé a trabajar como pizzero”.
El jugueteo con la masa de pizza derivó en una vida de restaurantero. El último es Benvenuti Da Mauro, en Urdesa. Un narizón resalta en la entrada. Es la caricatura de Mauro, el romano de ojos alegres y acento bien marcado. En las estanterías del local se alinean una tras otra las botellas de vino. Hay 28 tipos, entre tinto y blanco.
La especialidad de la casa es lo tradicional: un fettuccini a la romana, un espagueti alfredo o a la pomodoro. “Aquí usamos el tomate que sabe a tomate, el pimiento que sabe a pimiento. Es nuestra sazón tradicional.
Las pastas secas de colores verde, amarillo y naranja visten los pilares del ‘ristorante tratoría’. Sus formas enmarcan los cuadros del Coliseo Romano, de las calles empedradas de la antigua capital italiana y del cartel que resume la vida de Mauro: ‘La vita é bella.