Es imposible no pensar en el misterio y la ambiguedad de las palabras que tanto mienten y que tanto revelan. Flotamos en un océano insondable de discursos que a veces confundimos con la coherencia y lo razonable.
Detrás de un velo de sonidos advertimos de lejos un mundo, posible e incierto, y entre el mono y su vástago, el hombre, esta bestia atroz que se viste y hace política, y miente y poetiza, media la palabra: residuo pulmonar de gas caliente.
El ejercicio violento de ciertos músculos pectorales usados en la caza y la guerra habría hallado el camino a la palabra articulada en el arpa de la laringe, dice el antropólogo.
Pero el poeta cree en la posibilidad de que brotara más bien del temblor silencioso de un par de enamorados prehistóricos, del conjuro de algún paranoico o en la blasfemia de un perdido. El piropo debió preceder a las leyes escritas de Sumeria. O en todo caso la crónica de la tribu está inscrita en un tejido de romances intrincados desde Adán y Helena hasta Lolita.
El libro sagrado narra que primero fue el Verbo y que Adán es soplo. Regalo de un dios en todas las culturas, es evidente que la palabra excede el simple intercambio de información entre los burócratas que vigilan las porquerizas.
La escritura, instrumento de la memoria, refinó al mismo tiempo el arte del olvido liberando a los bardos arcaicos del esfuerzo de retener sus cantos. Entonces la propina fue reemplazada por el diez por ciento de los derechos de autor.
En las ciudades modernas, las palabras vuelan entre los edificios, extienden pasacalles, se recuestan en los muros de los bancos como las putas, ruedan en los portales pisadas por todo el mundo, vomitadas y escarnecidas, viajan en los costados de los autobuses, vaciadas de sentido en el alboroto del arroyo.
Pero vuelven a recobrar su brillo fuera de la opaca rutina de los buenas tardes, el cuánto vale y en cuánto me lo deja, prohibido parquear, no fume, saldos de primavera, en el oficio espinoso de los poetas.
En el arcaico ritual de las elecciones que pasaron (y las que vendrán), uno duda si pagamos demasiado cara la democracia no solo en dinero contante, sino también en degradación para las palabras. Si el viejo ritual indoeuropeo de los dados no fue una forma más amable, honesta y simple de elegir los gobernantes. Si por pura inclinación al vicio preferimos esta democracia hablantinosa, escenario del despliegue donde la lengua agota sus registros, el escarnio, la calumnia que se da cuando lo que se discute se pierde bajo la presión de las muchas palabras y lo redundante y lo superfluo se convierten en arte.