Edwin Alcarás,
Para Siete Días
Aquel verano de 1940 París cayó de rodillas con más asombro que miedo. Era un infierno callado y borroso, en el que la gente arrastraba sus vidas partidas en dos, debajo de un sol en blanco y negro.
Ella, Irène Némirovsky, era judía. Era rica, inteligente, una promesa (casi de amor) de la nueva literatura francesa. Pero era judía. Tenía dos hijas, de 11 y 4 años. Se había convertido al catolicismo. Su marido era banquero. Ambos, burgueses escapados de la Revolución Rusa. Detestaban a los comunistas. Pero era judía.
Mientras el mundo se descascaraba sobre sí mismo como la piel de un leproso, ella escribía. La nueva ley, esa forma rabiosa del caos, le había prohibido publicar. Ella, que a los 26 años había escrito una pequeña obra maestra titulada ‘David Golder’, ella, la mimada de la crítica francesa (esa delicada forma de la maledicencia). Ella, no podía publicar.
Pero escribía. Mientras el mundo cambiaba de piel, ahogado en su propio veneno, ella escribía. Ahora no lo sabemos. Ahora su nombre es como una piedra debajo del agua. Pero entonces ella escribía. En su casa de campo en el pueblo de Issy-l’Évêque, ella mataba el tiempo rellenando hojas con su letra nerviosa en un cuaderno de cuero café.
Cada mañana, durante casi un año, ella salía de su casa con su coqueto sombrero de seda y su abrigo. Caminaba casi una hora, hasta que le dolían los pies. Ella tendía su abrigo debajo de algún árbol y se recostaba. Y soltaba sus sueños como otros sueltan a sus perros para que husmeen alrededor.
Sus sueños eran pequeñas bestias refinadas y sarcásticas. Sus ensoñaciones eran manchas de ácido sobre un cuadro familiar burgués. Su fraseo era vigoroso y elegante, como un piano afinado. Era un talento en actividad, en trance de convertirse en genio.
Ese cuaderno llevaba un título musical: ‘Suite francesa’. Era su mayor proyecto, su obra máxima. Y era su forma de vengarse de la cobardía del mundo, de un mundo que le cerraba todas sus puertas. Una deliciosa ironía sobre la burguesía francesa, que luego se convirtió en una metáfora de la esperanza humana. Y de su tragedia. Tenía proyectadas cinco partes. Cuando terminó la segunda, la alcanzó la hez. Los asesinos golpearon su puerta temprano ese 13 de julio de 1942. La trasladaron a un campo de trabajo forzado en Francia . Luego la subieron a un tren con dirección al abismo. En Auschwitz murió.
Dos meses después su marido hizo el mismo peregrinaje. Sus hijas pasaron los tres años siguientes escapando. En todos sus viajes, Denise, la mayor, llevaba una maleta con ropa y ese cuadernito que, de algún modo, era la prueba de que su madre no había muerto del todo. Nunca lo leyó. No pudo. El alma le sangraba.
Solo en el 2004 el cuaderno llegó a las imprentas en Francia. El mundo palideció ‘Suite francesa’ fue el acontecimiento literario del año. En el 2007 se tradujo al español. En el 2009 llegó a Ecuador. Sus páginas son lo que prometen. Ese aullido silencioso, refinado, lánguido de un mundo que tocaba a su fin. El infierno borroso y pálido de una condenada a muerte. Es solo un ensayo. Pero un ensayo de eternidad.