Alegría Ortiz,
Redacción Siete Días
Dicen que los hombres y las mujeres son de diferentes planetas, pero en cuestiones futbolísticas son, definitivamente, de distintas galaxias.
Los hombres esperan ansiosamente, durante cuatro años, que llegue este momento para ver la mayor cantidad posible de partidos, reunirse con amigos, relajarse, distraerse y hablar de fútbol el 100 % del tiempo. Planifican con quién lo verán, en dónde, qué amigos los visitarán, de qué manera verán los partidos en el trabajo o de qué manera se escaparán para hacerlo, y ya están anticipando, incluso, los posibles equipos que jugarán la final.
A ellas no les cambia la vida, para nada. Si sienten ansias es por juntarse con familia y amigos, comer, conversar, tomar algo y pasar un buen momento sin, necesariamente, tener una especial afición por uno de los equipos o, incluso, por ninguno.
Ellos saben sobre los horarios de los partidos, los equipos, los jugadores, sus directores técnicos, la alineación, las posiciones, la estrategia de juego, los ‘off sides’, hasta de historia; mientras que ellas entienden poco y, sobretodo, lo ven desde un ángulo muy diferente al de ellos.
Las diferencias son notorias meses antes de que se acerque el gran día. Pero se hacen tangibles el momento en que se sientan frente a la televisión. El Gran Cañón que separa a hombres y mujeres aparece imponente y es imposible no verlo.
Para ellos es un ritual juntarse a mirar un Mundial, es un momento sagrado en el que se juega más que un partido, se juega la vida, la copa, el título del mejor del mundo, y ellos quieren ser testigos y formar parte de eso.
Para ellas es nada más que un campeonato de fútbol que se juega cada cuatro años.
El partido todavía no comienza. Los jugadores están cantando sus himnos y los hombres, del otro lado de la pantalla, ya sufren. Tienen la piel de gallina y su silencio es ensordecedor. Parece que ellos fueran a jugar.
Las mujeres tienen una especial aproximación al fútbol, suelen hacer preguntas inoficiosas y desconcertantes. Halagan las piernas de algún jugador, el peinado, los tatuajes, la actitud o la ropa.
Miran uno por uno a los 11 jugadores enfilados y atinan a decir cosas como ‘¡qué lindo es!’, ‘qué mal que le queda ese peinado, mejor estaba con el pelo largo’, ‘ese me cae mal’…
Arranca el partido y todos muestran la misma emoción pero los nervios de los hombres son evidentes. ‘¡Vamos equipo, sí podemos!’ dice uno de ellos. Otro se muerde las uñas.
Durante el partido, los chicos hacen comentarios aislados esperando una corta y concisa respuesta. A muchos les gusta hablar poco mientras dura el juego. ‘Creo que sería mejor que este jugara de diez’, ‘falta un cinco’, ‘ yo haría un cambio’. Y nada más.
No se distraen por nada. Parece que estuviesen pegados a sus asientos con la mirada fija en la pantalla, como bueyes, que solo miran hacia adelante.
Las mujeres no comentan pero por un rato parecen estar atentas a lo que sucede. Sin embargo su concentración dura poco. Conversan entre ellas de cualquier otra cosa, se levantan de sus lugares (en ese momento uno de ellos aprovecha para pedirle una cerveza de la refrigeradora) o se distraen en sus BlackBerry.
De repente cometen una falta y uno de los jugadores rueda estrepitosamente. ‘Eso es para tarjeta’, ‘qué plancha’, ‘me parece que fue a la pelota’.
Distraídas, ellas quieren ser parte de los comentarios y del partido. ‘¿Qué pasó?’, ‘qué grosero ese tipo’, ‘pobrecito, qué dolor’, ‘¿quién hizo la falta?’, ‘eso es penal’. No tienen ni idea.
En las jugadas de riesgo, en los tiros al arco, en las atajadas de los porteros, ellos se tapan la cara, de un salto se levantan de sus asientos o levantan la voz y comentan: ‘qué buena jugada’, ‘qué arquero’, ‘qué buen tiro’.
Ellas, se limitan a gritar medio horrorizadas, nada más.
Llega el medio tiempo, los hombres aprovechan para ir al baño, para agarrar otra cerveza, para hablar por teléfono para regresar a sus lugares con la misma velocidad que se fueron para mirar el resumen del primer tiempo.
Análisis de jugadas, comentarios, quejas, críticas. Es como tener al lado varios periodistas deportivos en plena mesa de debate. Unos sugieren cambios, refuerzos en la defensa, estrategias.
Las chicas, por sus caras, parece que no entienden de lo que hablan. Unas se limitan a escuchar, otras siguen con sus teléfonos, y algunas en la gran conversa con la que está sentada a su lado. Pocas están atentas al resumen, otras miran pero dejan al descubierto una señal de poco interés, como pensando: ‘esto ya lo vi’.
Pasan unos minutos y ellos se alistan para el segundo tiempo como si se fueran de paseo. Se abastecen de todo lo que podrían necesitar en esos siguientes 45 minutos.
El tiempo complementario transcurre y los chicos siguen inmersos en el juego, nerviosos, esperando el silbido final.
La atención de las chicas viene y va. Ellas esperan con ansias el final del partido… para ver los torsos desnudos en el intercambio de camisetas; el resultado las tiene sin mucho cuidado.
No hay mucho más que agregar para ellos: tienen bien claro qué será de ellos durante las semanas que dure el Mundial; y el único tiempo que corre por un mes es el del cronómetro de los árbitros.
A pesar del creciente interés femenino por este deporte, el fútbol como espectáculo sigue siendo un asunto de hombres. Cliché o no, forma parte del cisma intergaláctico entre los dos géneros.