Conversar con Marko Martin es como hacerlo con los personajes de la película alemana ‘La vida de los otros’, pero sin la carga trágica. Marko tuvo suerte; no estuvo preso ni murió a causa de sus ideas (respecto de cualquier cosa). Nació en la República Democrática Alemana (RDA), en el lado este del mundo, y cuando cumplió 18 años, lo primero que hizo fue empezar los trámites para salir de ahí.
Su sentido del humor fino y ágil deja ver que los primeros 19 años de su vida, transcurridos en la RDA, no lograron marcarle para mal. Así que lo primero que pide es que no se lo etiquete como víctima, pues no lo fue.
Un expediente de 300 páginas, elaborado por la Policía Secreta Estatal (Estasi), que recoge su historia y la de su padre, es quizá todo lo que queda de esa época. Eso y algunos recuerdos en los cuales la delación, la sospecha, los sueños truncos, la paranoia y el control total ejercido por ‘el partido’ marcaban el paso de los días…
¿Cuál fue su mayor fabulación infantil o juvenil?
No se necesitaba fantasear nada porque la realidad era suficientemente horrible; lo peor de todo, era creer que ese sistema iba a ser eterno. Un sistema que se escondía detrás de una fachada científica; que te decía: con nosotros está la ciencia, la realidad, la verdad’ y eso significaba que no había ningún tipo de posibilidad de poder, racionalmente, hacer alguna exigencia o cuestionamiento a ese sistema absolutista.
Cuando era niño, ¿qué quería ser de grande?
Un ciudadano de la República Federal Alemana (RFA, Alemania del Oeste). Y no es una broma. Yo ya sabía que lo que quería era pertenecer a una sociedad libre.
¿Y qué había decidido el Estado que usted debía ser cuando creciera?
Yo no fui miembro de las asociaciones infantiles ni juveniles comunistas, por eso después de cuarto curso me hicieron salir del colegio; y por lo tanto nunca iría a la universidad. Pero como en la RDA se enorgullecían de no tener desempleados, todos teníamos que tener al menos un oficio.
¿Qué oficio le escogieron ?
Yo quería ser fotógrafo y me dijeron que con mi historial, al no haber sido miembro de sus organizaciones y con un padre objetor de conciencia (que estuvo dos años preso), no iba a ser fotógrafo sino técnico en electricidad.
Ya…
Yo no distingo entre un voltio y un amperio; después de seis meses me expulsaron de la escuela. Porque todo aprendiz debía tener preparación militar y yo no la tenía; por eso solo podía ser asistente y terminé barriendo calles. Claro, era un estado muy social. ¡Yo no estaba desempleado!
Mientras barría calles ¿en qué soñaba?
En ir a la RFA.
¿Tenía un plan para salir?
Sí, cuando cumplí 18 años hice dos cosas: la primera fue declararme objetor de conciencia, y la segunda, pedir la autorización para salir. Tuve la enorme suerte deque me la dieran en poco tiempo.
Cuando volvió y accedió a su expediente, ¿qué le llamó más la atención?
Dos cosas. Que los informantes pertenecían a nuestro círculo más íntimo de amigos; eran unos cirqueros. Ellos iban los viernes a mi casa a comer, y todos los sábados a las 09:00 –puntualmente, como alemanes– se encontraban con el oficial y le contaban todo lo que habían visto y escuchado.
¿Y lo segundo?
Que hasta cuarto curso ninguno de los profesores informó nada sobre mí, a pesar de que algunos eran miembros del partido. Eso significa que cuando la gente al final de una dictadura dice: “Debimos informar, no teníamos alternativa”, está mintiendo, porque incluso como miembro del partido siempre hay la opción de portarse de una manera ética.
Al saber quiénes eran los informantes, ¿les dijo algo?
Lo supimos en 1992 y nosotros ya vivíamos en Occidente para entonces, y quienes nos habían espiado vivían en lo que era Karl Marx, que ahora se llama Chemnitz, y nos pareció que eso ya era un castigo suficiente (risas).
¿Qué sintió más: rabia o decepción de ellos?
No eran mis amigos sino de mis papás. Mi padre lo vio racionalmente, mi madre sí estaba furiosa y decepcionada. Eso es lo diabólico en un sistema totalitario.
Explíquese más’
En democracia las relaciones humanas ya son complejas; y en una dictadura se utiliza esa complejidad perversamente para envenenar las almas. Esta es, metafísicamente hablando, la dimensión criminal de una dictadura: el envenenamiento de las almas.
¿Qué es lo más inútil que encontró en su expediente?
Esa gente tenía una óptica muy limitada. Yo me carteaba con un amigo en Bonn; él era becario de la Fundación Adenauer (afín a la democracia cristiana). Luego de leer las cartas (sin permiso) la Policía concluyó: “El amigo por correspondencia de Marko Martin (…) apoya la carrera armamentista de Ronald Reagan”.
¿Qué le contaba su amigo de Reagan en sus cartas?
¡Ni una palabra! Pero para ellos si él era becario de la Adenauer tenía que apoyar a Reagan.
¿Qué le ofendía más a la gente del partido: que la criticaran o que se rieran de ella?
En la RDA incluso quienes no eran afines al Gobierno abrieron un debate contra quienes eran apolíticos, pero dados a la ironía. Creían que los irónicos vivían la vida sin riesgos del bufón.
¿Despreciaban el humor?
Esta es una típica confusión alemana: creer que el compromiso no puede tener humor y que el humor a veces tiende a huir de las decisiones importantes. Lo hermoso de las disidencias de otros países es que son capaces de ser comprometidas y subversivas irónicamente. Así lo hicieron los intelectuales católicos en Polonia y los checos con su sentido kafkiano del absurdo; y ambos eran muy comprometidos en su lucha.
¿Usted cómo manejaba el humor en ese régimen?
Yo creo que realmente me volví una persona alegre cuando empecé a vivir en Occidente.
Cuénteme más de ese ‘estado de ánimo’ del Este.
Era muy heterogéneo. Es fácil encontrar gente que hoy podría decir: “Si es que uno cerraba la boca todo estaba bien en Alemania Oriental”. Y ahí se puede ver lo que el Gobierno hacía sin que la gente siquiera se dé cuenta.
¿Qué?
Convencerla de que si cerraba la boca todo estaba bien.
Autocensura no solo en lo que se dice sino en lo que se piensa y se siente’
No se daban cuenta de cuán absurdo es aceptar eso como algo natural. Sí, era una autocensura muy profunda, y esa es la diferencia entre una dictadura tradicional que utiliza la violencia y una dictadura totalitaria que te da estabilidad social en un nivel muy bajo, pero a cambio quiere tu obediencia absoluta.
Es como vender el alma’
Sí, y lo que se recibe a cambio no es nada bueno.