Marisolina no tenía parientes en Estados Unidos y mucho menos en El Salvador, que quisieran pagar 3 000 dólares para que Los Zetas, que la tenían secuestrada, la dejaran libre. “Con algo nos vas a tener que pagar guerita”, la amenazaban los primeros días de cautiverio. No hubo nadie que respondiera por ella. Antes de la semana de que la “levantaron” de la orilla del tren, en Coatzacoalcos, Veracruz, la convirtieron en la cocinera de los migrantes secuestrados y de los jefes de casa de seguridad. “Al principio solo les cocinaba, pero cuando me agarraron confianza me dieron su ropa para que se las lavara”, relata. Una noche, al terminar de servir la cena, el hombre a quien todos apodaban ‘El Perro’, que era como el jefe de la casa de seguridad, se emborrachó, se metió mucha cocaína y le pidió que se sentara a platicar con él. En ese momento le preguntó: “Guerita: ¿sabes por qué traigo la ropa tan sucia? Marisolina recuerda que le tenía mucho miedo a ese hombre porque siempre traía una arma colgando y maltrataba mucho a los migrantes. “Le dije que imaginaba que arreglaban las camionetas en las que trasladaban a los centroamericanos”. ‘El Perro’ soltó tremenda carcajada y dijo: Yo soy el ‘carnicero’. No hago nada de mecánica. Mi trabajo es deshacerme de la ‘basura’ que no paga. “De manera burlona y sin ningún remordimiento me contó que él era el encargado de matar a los migrantes que no tenían para pagar el rescate. Dijo: primero los hago en cachitos para que quepan en los tambos y luego les prendo fuego hasta que no queda nada de esos pendejos”. Esa noche no pudo dormir. A la mañana siguiente ‘El Perro’, le dio a la lavar la ropa. Guarda silencio unos minutos y no para de llorar: “Yo lavé, muchas veces, la sangre de esa gente. Al tallar la ropa salían los pedazos de carne. Todo olía a hollín, que para mí eso significa olor a muerte”. Marisolina estuvo tres meses bajo el cautiverio de un grupo que se hacía llamar Los Zetas. Ya sea en sus parrandas o en las reuniones para arreglar negocios, ella era la encargada de servirles la comida a los jefes. “Cuando se juntaban los escuchaba decir que Los Zetas era un organización muy respetable. Y pudo identificar la cadena de mando. Los soldados, revela, eran los que cuidaban de día y de noche a los migrantes. “Luego estaban los Alfa, a ellos los escuché muchas veces hablar con los policías, con los de migración o con los maquinistas. Ellos les avisaban cuando venía un grupo numeroso de centroamericanos en el tren, o cuando los habían detenido. Tratando de disimular el acento salvadoreño, recuerda haber ubicado a seis ‘carniceros’, uno por cada casa de seguridad. Cuenta que conocía a muchos de los desaparecidos. Una noche, tras un operativo del Ejército en una casa de seguridad, donde rescataron a otros migrantes, ‘El Perro’ le pidió a Marisolina y a una amiga que lo acompañaran a comprar cigarros y las dejó ir, no sin antes advertirles que no dejaran que su boca las matara.