Dicen que Stieg Larsson tenía pensado escribir 10 novelas de la saga de Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist. Dicen que ya tenía una cuarta a medio escribir. Dicen que esa novela está en la computadora portátil de su viuda, Eva Gabrielsson.
Y se dicen muchas otras cosas. Intentos vanos de consolar a los fanáticos de Salander (que somos millones en todo el mundo) de esa turbación casi física que produce el saber que en realidad hay solo tres novelas. Tres y no más. Cuando se llega al final de la trilogía Millenium, luego de haberse zampado más de 2 300 páginas, uno se siente invadido de una pena lejana y dulce, de una alegría que lacera, que pica.
Larsson murió meses después de entregar la versión final de esa tercera novela a la que le puso uno de eso títulos suyos, largos y atropellados: ‘La reina en el palacio de las corrientes de aire’. En sueco, la frase es solo de dos palabras.
La tercera novela, como las anteriores, es una muestra de la desconcertante habilidad técnica narrativa de Larsson. La estructura de la obra está planteada como la cacería final de los enemigos de Salander, la genial protagonista a causa de la cual la trilogía resistirá el paso del tiempo.
La segunda novela dejó a Salander con una bala en la cabeza y medio muerta en la cocina de su peor enemigo, su padre, Alexander Zalachenko. El tipo, además de violador sistemático, borracho contumaz y misógino militante, también resultó ser un espía desertor de la ex URSS, contratado por la policía secreta de Suecia para delatar a sus antiguos colegas, en la época de la guerra fría.
Esta tercera novela desata meticulosamente el nudo de intereses que giran en torno de la figura de Zalachenko. En poco más de 850 páginas, Larsson monta dos escenarios narrativos: uno, la adolescencia de Lisbeth en varios hospitales psiquiátricos bajo la tortura de un doctor corrupto y pedófilo.
Y el otro es el juego de estrategia que urde Blomkvist para tratar de salvarla de esa estructura estatal secreta que pretende volver a encerrarla. El mal, el secreto del mal, en esta magistral novela negra no se ubica en personas específicas o en figuras individuales, sino en toda una estructura vital que casi resulta imposible evadir.
En ese sentido la novela se asemeja un poco a la tradición latinoamericana de novela negra, en la que el mal se retrata como una condición etérea más allá de la comprensión humana.
Sin embargo, el final (un happy ending quizá demasiado hollywodesco, aunque de todos modos original y estimulante) delata la genealogía jurídica europea de Larsson. El autor cree en las leyes y en el triunfo de la justicia sobre el mundo. En eso se diferencia de la óptica latinoamericana, la literaria al menos.
Dicen que ese no es el fin. Dicen que hay unas 200 páginas en las que Salander y Mikael, otra vez amigos, tienen nuevas aventuras en Canadá y Ciudad Juárez (¡Salander en Ciudad Juárez!). Dicen que la hermana de Lisbeth finalmente aparece en escena.
A quienes creemos en la moral de Lisbeth Salander no nos queda sino esperar que sea cierto o que, aunque no lo sea, al menos lo sigan diciendo. La fantasía siempre es un buen consuelo.<