En Hollywood, por estos días, se está rodando una película que trata de la vida del trompetista de jazz Miles Davis. Se basa en el éxito literario del poeta norteamericano Quincy Troupe: “Miles y yo” y que le valió su segundo American Book Award. En el papel de Davis figura el genial actor Samuel Jackson y en el de Troupe el no menos genial Laurence Fishburne.A Quincy Troupe lo conocí en Medellín. Aunque él no sabía ni una sola palabra de español y yo tampoco una sola de inglés, sin embargo, nos hicimos buenos amigos. Tiempo después, Quincy vino a visitarme acompañado de su encantadora esposa Margaret Porter, al Ecuador.
El dato es importante, porque precisamente en mi casa, recibió una llamada de Samuel Jackson. Mientras se servía un café, con el celular apegado a su oído, Quincy festejaba con alegres exclamaciones el diálogo con el actor. Después me comentaría que a Jackson le había encantado el guión y que hubiese preferido desempeñar el papel de Troupe, en lugar del de Davis.
Quincy cerró el teléfono y como un niño que hubiese cometido una terrible travesura, empezó a reír desde sus dos metros y medio de altura (en su día fue estrella del básquetbol , entre sus admiradores se cuentan Michael Jordan y Magic Johnson). “Mañana —dijo— que vuelvo a Nueva York, me iré a la tumba de Davis y le diré: Miles qué culpa tengo yo que Samuel Jackson quiera hacer mi papel y no el tuyo”. Sorbió el café y lanzó otra risotada.
Acabo de leer en internet que la viuda de Miles Davis ha declarado sobre este rodaje: “No será una película más sobre un negro drogadicto y será un homenaje a su música sublime”. Ciertamente, me ha bastado escuchar el archiconocido Concierto de Aranjuez en la trompeta de este atormentado demiurgo, para aceptar que nos conduce a otra dimensión, a esa zona donde el arte y el amor se confunden y renuncian a toda explicación. Sagrada música que nos envuelve y después se apaga.