Las muertes de Lesley A. Enríquez, empleada del Consulado de Estados Unidos en Ciudad Juárez, de su esposo Arturo Haycock Redelf y de Alberto Salcido Ceniceros son trágicas e irreparables y merecen la indignación y condena del presidente Felipe Calderón como la merecían muchas otras vidas que se han perdido en las últimas horas, días, meses y años en el país.
El pésame a las familias, la reacción de urgencia y el compromiso de las autoridades mexicanas y estadounidenses de esclarecer este triple asesinato lo deberían haber provocado desde hace tiempo las muchas otras muertes de inocentes que han perdido la vida en esta misma guerra. Algunos casos recientes en Ciudad Juárez: el pasado lunes 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, un comando de sicarios irrumpió en una casa cerca del aeropuerto, buscaban a un hombre, no lo encontraron y en su lugar mataron a la esposa de 37 años, a la hija de 19 e hirieron en las piernitas a una bebé de 3 años.
Nadie se indignó ni condenó el hecho y estas mujeres pasaron silenciosamente a engrosar las estadísticas. El jueves 13 de noviembre, un padre de familia, ingeniero, fue a recoger a su hijo al puente internacional. Como muchas familias en esta ciudad la esposa y los hijos viven en El Paso y se reúnen con el padre solo los fines de semana. A cinco cuadras del puente, en la avenida Bernardo Norzagaray, en la colonia Felipe Ángeles, un grupo de sicarios disparó y mató al padre, Jaciel Ramírez -el niño de 8 años- salió del auto y corrió tratando de escapar, los sicarios le dieron alcance y lo mataron.
El silencio de las autoridades fue el mismo pero 300 personas que no conocían a la familia asistieron a su funeral. El 1 de octubre del año pasado un niño y una niña de 6 y 9 años jugaban en el parque del fraccionamiento Parajes de San Isidro, cuando un comando disparó contra un vehículo que se encontraba estacionado, las balas alcanzaron a los niños, la niña murió ahí mismo y el niño murió dos días después en el hospital.
Todos ellos merecían la indignación y la condena que hoy generan otras muertes.
De Lesley y de Arthur nadie se ha atrevido a decir que pudieran estar de una forma u otra involucrados con el crimen organizado, ¡qué bueno! se ha respetado en este caso la presunción de inocencia.
Lo mismo merecían muchos mexicanos que han sido asesinados en los últimos meses.
Ojalá Lesley y Arthur póstumamente consigan por su nacionalidad y ocupación lo que miles de muertes mexicanas no han conseguido: que ambos gobiernos asuman la responsabilidad que cada uno tiene para detener esta tragedia.