Estefanía Montalvo C.
Redacción Política
Respiro hondo. Me quedo inmóvil por unos minutos, mientras, los de camuflaje caminan presurosos. Saludan unos con otros y, yo, solo veo el bosque.
Salto del susto cuando escucho una ráfaga de balas. Es Carlos Cabezas, quien disparó su Ticman contra un tablero para probarla.
Transcurre media hora entre risas y bromas, mientras los miembros de Sombras del Bosque, un grupo de amigos, se visten y alistan para jugar a ser soldados. Ellos disfrutan y yo siento mis pómulos contraídos. No lo puedo disimular. Todos preguntan: “¿Estás bien?”. Es la primera vez que iré a una guerra. Escuché que iban a “darme bala” por ser “la nueva”. Tengo miedo y todos lo saben.
Paúl Nieto me da una palmada de aliento. Lleva puesto un uniforme verde militar, para mimetizarse; lo complementa con la protección para brazos, espalda y pecho. “Quien no termina con una mancha en el traje, no ha jugado”, dice Paúl, entre risas. No me causa gracia, más bien me hace dudar. Temo por los golpes. Aunque para el dolor tienen listo el Voltarén. Se lo untan en caso de un ‘moretón’.Me da curiosidad ver las balas de pintura. Son de colores fluorescentes que estallan con el veloz y fuerte impacto. Ver los trajes y las armas me pone más nerviosa aunque poco a poco me acoplo al papel. Es más fácil ahora que me puse el overol negro y gris que me prestaron. Es decir que soy un blanco perfecto: la única del grupo con esos colores. “La misión hoy es atacar a quien está vestida de Policía”, dice, en tono de broma, Eduardo Yépez. Todos se ríen, y a mí me tiemblan los muslos.
Ahora busco casco, chaleco y guantes’. Como buenos amigos, comparten los equipos y me prestan lo necesario para estar resguardada. Pero aún tengo partes de mi cuerpo sin protección. Ni modo. “¡Vaaaaaamos!”, grito para armarme de valor.
Tomo con fuerza mi arma. Pese a que parecen fusiles de grueso calibre, las llaman marcadoras. Para que las balas de pintura salgan a presión, usamos una válvula de CO2 y aire comprimido. Somos 32 y nos dividimos en dos escuadrones. Esta modalidad del ‘paintball’ que se juega en el bosque es lo que más se parece a un combate real.
Avanzamos en silencio. Un grupo va a la parte alta del bosque y nosotros permanecemos abajo. “Vamos de dos en dos para resguardarnos”, dice Daniel Molineros. Es la estrategia que trazamos.
Las armas son de diferentes tamaños, colores y formas. Mi marcadora es básica, pero me pesa. Siento el antebrazo contraído y calor en mis mejillas. Estoy tensa.
¡3,2,1… Listoooooos!, grita Eduardo. En menos de dos segundos escucho las primeras ráfagas de disparos. Las ramas y los troncos se tiñen de verde, fucsia, amarillo’ No sé qué ruta tomar, tengo miedo de que me llegue una bala. Unos se camuflan entre los árboles, otros reptan o se hacen señas.
No conozco el terreno, y por eso casi no me muevo, pero lleno de pintura a quien se cruce por delante. De repente, una bala golpea mi cabeza. “Muertaaaaaa”, grito. Eso basta para estar fuera de juego. El impacto duele.
Tras 20 minutos, la partida finaliza. Los de arriba acaban con los de abajo. Volvemos a cargar las armas. Esta guerra se toma una pausa. Todos ríen y toman cerveza. Es un hecho, las Sombras del Bosque son amigos antes que enemigos.