En 2007, Mario Vargas Llosa dictó una conferencia en la C.C.E. sobre ‘Literatura y Vida’. Confesó que de nuestros escritores solo conocía a Juan Montalvo. Un buen lector ecuatoriano sí puede recordar a diez escritores peruanos, pero el gran novelista ni siquiera se refirió, por ejemplo, a nuestros grandes poetas ni citó un solo nombre de la generación de los 30.
No me pregunto qué le sucedió a Vargas Llosa. Además sé la respuesta. Me he preguntado siempre qué nos sucede. Nuestra literatura no tiene por qué ser superior o inferior a ninguna literatura latinoamericana, como tampoco nuestras “costumbres”, vistas desde un punto de vista centroeuropeo de los siglos XVI y XVII, no creo que sean tan “malas” como se ha escrito. Habría que analizar la situación antes de la conquista española y compararla con la europea de este entonces. Tengo entendido que un estudioso de EE.UU. lo ha hecho. Sucede que no nos queremos ni queremos lo nuestro. Carecemos de la suficiente capacidad para apreciar nuestros valores, y esto pesa, pesa mucho sobre los hombros, carga que también compromete, no al valor de tantos escritores y sus obras, sino al “vuelo” que un país que no siempre cree en sí mismo es capaz de otorgarles.
Nos resistimos, para citar un caso extremo, a refugiarnos en el aislamiento de un J.D. Salinger, que acaba de morir, pero tampoco debemos resignarnos a renunciar a nosotros.
Es satisfactorio que un ecuatoriano publique y tenga éxitos afuera. No cabe fantasear infantilmente sobre el hecho de que “publicar” afuera significa “vender”, o que un escritor merezca más atención de la crítica, no por lo que hizo, sino por haber sido editado por un sello extranacional. Escribir es oficio duro e ingrato, salvo que se juegue con el marketing, pero hay que aceptarlo con humildad. Lo que no cabe aceptar es resignarnos a soportar más pesos de los debidos. Y esta tarea nos corresponde a todos, comenzando por el Estado y los medios.