Comer papalmente

No es mucho lo que se conoce de la mesa de los últimos Romanos Pontífices. Una vez supimos de la afición de Juan Pablo II a los repollos –cosa que hacía arriscar el naso a cardenales italianos que se habían quedado con los crespos hechos–. O sea, “a lo que te criaste”: los eslavos aman esta hortaliza que se da entre ellos profusamente.La falta de información proviene de que, hasta el mencionado Pontífice, los papas comían siempre solos. Pero no fue así siempre. ¡No, señor! No nos remontaremos hasta los fastos renacentistas, sino que nos detendremos en un Papa que, aparte de ser magnífico, es además santo: San Pío V.

El buenísimo de Pío V tenía de chef a Bartolomeo Scappi, que revolucionó la culinaria italiana en el siglo XVI y dio origen a todos los refinamientos posteriores, de los cuales tomó la posta la dulce Francia, vía importación de reinas Medicis.

Las innovaciones de Scappi incluyeron hasta el diseño de la cocina y de los utensilios; pero lo más interesante es su recetario. Este se publicó en Venecia hacia fines de aquel siglo y no trae las fórmulas deliciosas y letales con que, unos a otros, se despachaban a mejor vida los potentados de aquella época; si uno, al cabo, ha de llegar allende de todos modos, ¿por qué tener que hacerlo por cáncer al dedo gordo y no gracias a un suculento “pasticcio alla Ferrarese”?

La cocina romana es sencilla, como todo lo clásico, y alegre como conviene a la más hermosa ciudad del orbe. ¡Ah, ese “saltimbocca a la romana”, que en otras partes de Italia se complica y enrolla innecesariamente, y esas pastas y frutas y panes y vinos! Si va a Roma haga lo siguiente, carísima como está ahora: compre en alguna salumería del Campo dei Fiori unas tajadas de asado al romero más una botella de pinot grigio, consiga frutas en la feria que ahí se instala y pan en alguna panadería de la “Giudecca” adyacente. Disfrutará de un almuerzo memorable y peripatético.

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