El 22 de febrero o el 1 de marzo de 1810, no se ha podido determinar exactamente, Fryderyk Chopin llegó al mundo, en Zelazowa Wola, Polonia. Por ello, la celebración del bicentenario de su natalicio resonó, durante ocho días, desde Varsovia y su pueblo. Ahora bien, el año entero mereciera ser consagrado a este hombre, polaco de corazón y de nacimiento, francés de vivencias, pero sobre todo un pianista y compositor universal.
La cita inscrita sobre un pilar de la iglesia Santa Cruz, de Varsovia, custodia el corazón de Fryderyk Chopin. Temeroso de ser enterrado vivo, el compositor pidió que el órgano fuese arrancado de su frágil cuerpo, cuyos restos reposan en el cementerio de Père-Lachaise, en París.
En su funeral sonaron sus preludios en Mi y en Si menor, también el Réquiem de Mozart, pieza que se escuchó además en los entierros de Beethoven y Napoleón Bonaparte.
A las 02:00, del 17 de octubre de 1849, llegó la muerte a su departamento de la Place Vendôme. Allí se despidió Chopin de las luminarias culturales de la época que lo visitaron: Víctor Hugo, Eugène Delacroix, Franz Liszt… Las afecciones pulmonares lo aquejaron desde pequeño y frecuentes fueron las sangrías.
Temprano también fue el acercamiento del enfermizo muchacho a la música. A los 7 años ya compuso sus dos primeras polonesas. Desde su pueblo natal, la música lo llevaría a estudiar en Varsovia, a tocar en Viena, a vivir y morir en París.
Pero su ser y su sentir le obligarían a siempre regresar la vista a Polonia. Un 2 de noviembre de 1830, un grupo de amigos le regaló una copa de plata con un puñado de tierra polaca, a manera de despedida. No retornaría jamás en cuerpo presente, sino solamente a través de los motivos de sus composiciones.
Aunque su semblante misterioso, su apego a la melancolía, su tormentosa inspiración, su sentir patrio y su refinamiento empataban con ciertos símbolos del romanticismo, nada tuvo que ver Chopin con la revoltosa figura que se ha plasmado en 32 filmes que lo representan o se refieren a él. Acaso el más cercano retrato se consigue desde los contradictorios detalles que su amante, la escritora George Sand, dejó en algunas de sus novelas (‘Un invierno en Mallorca’, es una de ellas).
La obra de Fryderyk Chopin se conforma por 264 piezas, donde alternan preludios, nocturnos, sonatas, valses, estudios, rondós, canciones, baladas, scherzos, marchas fúnebres y conciertos para piano y orquesta, entre otras composiciones.
Las piezas más numerosas son las mazurcas (61), que junto con las polonesas manifiestan el afán del músico polaco por rescatar y exponer la música popular de su tierra.
Para el pianista ruso Anton Salnikov, profesor del Conservatorio Franz Liszt, es difícil seleccionar las composiciones más importantes de Chopin, pero elige el Segundo Concierto para Piano y Orquesta, la Segunda Sonata y el Preludio 24.
Asimismo, considera que uno de sus mayores aportes al desarrollo de la música es la creación de un nuevo tipo de estructura melódica, conjugando las posibilidades de la voz con las del piano. También destaca la capacidad de mezclar la tradición musical polaca con las líneas del bel canto y la ópera italiana.
En cuanto a su capacidad para interpretar el piano, quedan los testimonios que su estilo despertó en la sociedad vienesa y los elogios de un compositor coetáneo, Robert Schumann. Ambos concuerdan en su delicada pulsación, perfección técnica, la gama de matices y el profundo sentimiento. Sin embargo, hay quienes le imputaban una falta de volumen.
La relación de Chopin con este instrumento era tal, que él decía no poder componer sin un piano al frente suyo.