China, ese pobre país rico

En el templo principal del monasterio budista de Songzanlin, cerca de la frontera entre las provincias de Yunnan, Sichuan y el Tíbet, en la China, una treintena de monjes escucha en silencio la instrucción que desde sus tronos imparten dos lamas. La nieve ligera que empezó a caer en la madrugada hiela el paisaje y poco a poco más monjes, desarropados en sus túnicas rojizas, buscan refugio en el ambiente tibio y pesado del templo.

Mayoritariamente los habitantes de Songzanlin son jóvenes de origen étnico tibetano y su vocación religiosa significa una boca menos que alimentar para sus familias, detenidas en una existencia medieval tan remota en el espacio como en el tiempo. Son familias que viven de cultivar cebada, vender leña o criar yaks, que nunca han aprendido mandarín -el idioma oficial del país- y que, aisladas en las estribaciones del Himalaya, no se dan cuenta de que la locomotora china en la que están subidas avanza a todo vapor.

Aprovechando un feriado local pasé unos días en el norte de la provincia de Yunnan, al lado del Tíbet. No fue la primera vez que vi pobreza en China, pero el viaje me sirvió para poner en contexto lo que de otra manera serían apenas estadísticas y para entender el desafío que significa integrar y modernizar a una nación de estas dimensiones.

Con tantos rascacielos, enormes avenidas y trenes de alta velocidad, es fácil caer en la tentación de creer que China ya es un país del primer mundo. Pero a pesar de esa prosperidad aparente, la pobreza es una realidad monumental: 700 millones de chinos viven en el campo, en condiciones parecidas a las de las zonas más pobres de Boyacá o Córdoba (Colombia).

Es cierto que parte del crecimiento económico está llegando al campo. En muchos pueblos minúsculos se ven excavadoras y tractores en febril actividad y no es raro encontrarse con carreteras que están recién construidas. Pero lejos de las costas, en donde se concentra la producción industrial, China parece más el tercer mundo que la tercera economía mundial.

El desequilibrio en China viene al caso cuando EE.UU. presiona al gobierno de Hu Jintao, para que revalúe el yuan y encarezca sus exportaciones. El argumento es que si los productos chinos se vuelven más caros, los otros países -empezando por EE.UU.- comprarán menos, ahorrarán más y saldrán de la crisis actual.

Estados Unidos culpa a China por su déficit comercial y el aumento del desempleo, sin admitir que la incapacidad que tienen los estadounidenses para ahorrar es en buena parte el origen de sus problemas. ¿Será que China tiene que dejar de crecer para remediar los males de la economía estadounidense?

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