¿Es mucho pedir que un tomate sepa a tomate? ¿Que se derrita en la boca al primer mordisco y desprenda un jugo dulzón e intenso? ¿Que tenga gusto a recién cosechado? Sí, es posible, aun en épocas de pesticidas y transgénicos.
El descubrimiento es una maravillosa forma de empezar la mañana de un día quiteño, que se adivina caótico, estresante y contaminado. Ocurre un miércoles cualquiera en una tienda de verduras, en la calle Guanguiltahua.
Es muy temprano. Trotadores y ciclistas suben al Parque Metropolitano. El lugar, que se llama Agrícola Cuatro Estaciones, recibe a los primeros compradores: ejecutivos (uno llega en su BMW), extranjeros en busca de un producto específico para paliar una nostalgia gastronómica, chefs que planean maravillas’
Son clientes que tienen el tiempo y la paciencia para escoger cada verdura, hierba o fruta con cuidado; se diría que con cariño.
Este pequeño mercado pudiera parecerse a cualquier otro, si alguien llega allí con la monótona consigna de hacer la compra de la semana. Pero el simple ritual se convierte en una aventura en compañía de un joven chef, dispuesto a descifrar los infinitos matices del color verde y a obtener –frotando frutos, raspando cortezas– intensos aromas de hortalizas, atados de hierbas y flores. Porque hay flores que se comen y que se venden en este lugar.
Sebastián Villavicencio, chef del Restaurante Coquus, funge de guía en este local de 60 metros cuadrados. Él es uno de los clientes habituales de esta tienda, que tiene más de 25 años y que se volvió un referente para cocineros aficionados y expertos.
Tras saludar a ‘Don Ciro’ (Ciro Hidalgo), el encargado, Sebastián hace escala frente a las bandejas de lo que parecen muchos tipos de lechugas. Para un no iniciado en cocina, toda hoja verde tiende a ser lechuga. O máximo, espinaca.
Pero en esa gama de verdes hay de todo: “espinacas baby”, remolacha tierna, tatsoi (un tipo de espinaca de origen asiático); misuna (otra variedad de lechuga, también ideal para sabores asiáticos); lechugas crespo gallo; albahaca, rúcula, raíz de rábano, remolacha tierna… Además de bulbas de hinojo, hierbaluisa, tomillo, eneldo, toronjil, orégano fresco, cedrón, hierbabuena, cilantro, apio bola (enorme y parecido a una manzana) y chalotes (pequeñas cebollas, con gusto a ajo).
Las maravillas que se pueden preparar con cada uno de estos productos son descritas por Sebastián con tal rapidez y naturalidad que es difícil seguirle. “Lo singular de la hierbaluisa que se vende aquí es que viene con la raíz y el tallo. Salteada con ajo, sirve para recetas thai. También para elaborar un helado de taxo y hierbaluisa”, explica, con una sonrisa.
La albahaca morada, de intenso aroma anisado, se puede usar en calamares rellenos. El tallo del rábano, con jengibre y yogur natural queda perfecto en una salsa.
Los colores de las flores decorativas, “que se pueden comer sin ninguna contraindicación”, llaman la atención, tanto como los enormes y rojos zapallos o las calabazas, a las que solo les faltan los ojos triangulares y la sonrisa desdentada. Papas francesas (“con gusto fino y carne blanca”, explica ‘Don Ciro’); melones de carvalho (perfectos con jamón serrano); huevos de campo, “de gallina pateada”; moras ácidas y mermelada casera, pueblan el lugar.
Y están los tomates: amarillos, rosados, enormes y deformes, que según Cècile Bosse-Platiere, una de las dueñas, “son los mejores, pero la gente no los coge, por raros”. Tomates negros de Siberia, con semillas traídas de Francia. Y el tomate cherry, que Sebastián saca de la bandeja y comparte, sin intuir que acaba de cambiar el sabor de ese y muchos miércoles.
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