Roberto Páez
Mi compañero de colegio, Nelson Darquea, ha sido asesinado cobardemente al pie de su casa por una gavilla de delincuentes cuando quiso defender a su mujer en un asalto.
Nelson fue en el colegio uno de aquellos que sin destacarse especialmente, siempre estuvo ahí para apoyar en lo que pudo. No fue quizás el alumno extraordinario que los maestros esperan siempre y que pocas veces obtienen. No fue tampoco el gran deportista que representó a sus compañeros en los torneos intercolegiales.
No era amiguero ni chupaba ni se llevaba a las mejores peladas. Nelson era un hombre común. Su mayor don fue precisamente el de pasar casi desapercibido, siendo un buen ser humano.
Nelson, como miles de compatriotas, salía en la mañana, trabajaba su día largo y volvía en la noche cansado a casa.
Criaba a su hija con esmero, amaba a su mujer y paseaba de vez en cuando a su perro. Nelson era como usted y como yo. Tenía una profesión labrada arduamente, una casa, un consultorio y una hipoteca que descontaba con sacrificio. Era un ciudadano que tenía sueños, pagaba sus impuestos y quería vivir en paz.
Nelson ha muerto a manos del hampa que nos invade. La sociedad en la que creyó y por la que trabajó le volvió la espalda y no lo protegió como era su deber.
¿Y los culpables? Bien gracias. Probablemente ellos sí, chupando, riendo con amigos y rodeados de las mejores peladas.
¿Qué dicen las autoridades? Muy poco. Que hacen lo que pueden, que el mundo es violento, que hay que saber aguantar porque no existen recursos para defender al ciudadano común de la amenaza permanente en la que vive.