Milton Luna. Foto: Santiago Estrella / EL COMERCIO
Entrevista a Miltón Luna, docente de historia de la Universidad Católica de Quito, sobre la educación ecuatoriana antes y después de la firma de paz con el Perú.
Hoja de vida
Nació en Quito en 1958. Docente de historia de la Universidad Católica de Quito y dirige desde hace 15 años el Contrato Social por la Educación.
Su punto de vista
La teoría de la herida abierta dejó una enfermedad profunda en el Ecuador: una crisis de identidad que se vio reflejada en el mapa que se imprimía en los cuadernos escolares. Con la firma de la paz coincide el cuestionamiento al Estado nacional.
Hasta 1998, en los cuadernos había el mapa del Ecuador con la línea punteada del límite del Protocolo de Río de Janeiro, y decía “zona donde es inejecutable”. ¿Cómo marcó eso educativamente a los ecuatorianos?
Luego del Protocolo, firmado en 1942, hubo dos cercenamientos muy fuertes. El primero fue físico, con la derrota y los 200 000 km2 que desaparecieron de nuestro territorio, pero también hubo la derrota moral. La reacción a estas derrotas fue la idea de reconstitución de la patria, que ya fue levantada con mucha fuerza desde el alfarismo. Pero frente a la pérdida territorial, Benjamín Carrión y algunos sectores progresistas y democráticos restituyeron el concepto de patria en el centro de un nuevo nacionalismo que se creó desde esa fecha hasta 1998, cuando se firmó la paz con Perú.
¿Cómo se planteó ese nacionalismo?
Recuperando la idea de patria pequeña, pero orgullosa. Deseaba recuperarse de la derrota militar a través de exaltar determinados valores nacionales y sus símbolos. La tarea de los políticos, sobre todo de Velasco Ibarra, fue dejar en suspenso la aplicación del Protocolo de Río. El mapa quedó con una indefinición, porque a través del sistema y los textos escolares se siguió difundiendo la idea de ese Ecuador amazónico que no había sufrido el cercenamiento.
¿Qué efectos tuvo?
Tuvo dos efectos: uno alimentó la necesidad de recuperar el territorio y profundizar un nacionalismo guerrerista, cuyo enemigo fundamental era el ‘Caín’ de América (Perú) que se fomentó tanto en las aulas como en los cuarteles. Por otra parte, ocasionó una grave crisis de identidad. La herida abierta produjo una enfermedad, que era el ser y el no ser, el no estar constituido. Lo que quedó en el fondo es la herida abierta, la indefinición y un nacionalismo revanchista al mismo tiempo.
Había una materia que se llamaba historia de límites que conllevaba un dolor subyacente: de un territorio que llegaba al Atlántico y que terminó en esta indefinición…
Además de la tortura de memorizar fechas y tratados, era el permanente recuento de una reducción sucesiva del territorio donde nuestro rol como país era el de los permanentes derrotados. Fuimos educados en una ambiente derrotista, de autoflagelación permanente: humillados, engañados y sin capacidad de autocrítica. No se veía los errores de nuestras élites sino solo el mal que nos venía de afuera.
¿Cuáles fueron las reacciones en el país luego de la firma de la paz con Perú?
Puede haber varias interpretaciones. Ciertos sectores tenían una perspectiva pragmática para darle sentido al país, la frontera debía cerrarse porque por ahí se iban recursos, sentidos, energía. Para otros, fue una nueva derrota que, además, vino luego de un gran victoria militar en el Cenepa (1995). Mucha gente no lograba entender que luego del primer triunfo militar sobre el Ejército peruano, se suscriba la paz y que de ese mapa grande con una línea punteada, vimos lo chiquitos que éramos. Fue un elemento traumático para ciertos sectores. Fue como sentirse engañados: siempre los otros tuvieron la razón. Esa versión fue interpretada por la mayoría de los ecuatorianos. Pero había que emprender el camino.
¿Y cómo se emprendió el camino desde entonces?
Los años 90 son interesantes. Por un lado el triunfo militar y el cierre de la frontera culmina el capítulo de esta construcción guerrerista de la identidad nacional y de derrota. Se cerró un capítulo pero no se abrió un imaginario nuevo en términos de interpretación de la historia, al menos en la enseñanza en las escuelas. Desde 1998 en adelante no surge una relectura de la historia. Se perdió, al menos para la historia en términos de construcción científica y en términos de enseñanza, una enorme oportunidad para dar un salto cualitativo.
No es un panorama interesante, como planteó…
Sin embargo, la construcción nacional es cuestionada por los movimientos sociales. En 1990 irrumpe el movimiento indígena, que cuestionaba el viejo Estado nacional mestizo, homogéneo, que surgió con el alfarismo. También irrumpen las mujeres, los derechos humanos, el ambientalismo. Así se intenta dar un salto adelante, desde la lucha social, hacia una nueva idea de país que interpela este viejo concepto de ecuatorianidad, y que son recogidos ya en la Constitución de 1998.
Y de la educación de la derrota pasamos al imaginario de altivo y soberano…
Alianza País asume todo este proceso de movilización social de un país que se redescubre con la firma de la paz. Confluyen diversos fenómenos en este grupo político. Desde el 2008, todas estas ideas logran fundirse en la nueva Constitución, pero el problema es cómo bajarlas a la realidad. Lo más interesante entre el 2000 y el 2008 no solamente fue una interpelación al pasado sino el querer construir una utopía. Pero desde el 2009, la utopía comienza a derrumbarse y desde el 2010 el proyecto de AP niega la historia o la descontextualiza. Parte del discurso oficial es señalar que desde el 2007 es la primera vez que hay una alta inversión educativa; es la primera vez en todo. Se arma un proyecto sin historia o se la utiliza con fines políticos. Es el maniqueísmo para afirmar cosas del presente.