La construcción del Metro puede tener un impacto social y económico parecido al de las grandes hidroeléctricas o de las megaobras viales.
Es más, puede tener una determinante influencia sobre los hábitos de movilización, más que nada en el segmento de la clase media, muy dada al uso del vehículo particular. Puede incluso ayudar a reorganizar el deteriorado servicio del transporte público y ajustar finalmente la distorsionadora política del subsidio estatal a las gasolinas. Y claro, también tiene el costo de las dimensiones de las grandes generadoras de energía o supercarreteras, por lo que amerita un compromiso de autoridades de Gobierno y Municipio y por supuesto de la ciudadanía para embarcarse en el proyecto del Metro.
La sorprendente y retadora idea nació hace más de cinco años. El entonces candidato y después Alcalde de Quito, Augusto Barrera, sorprendió e ilusionó a los capitalinos con la oferta del Metro. Él mismo dio pasos importantes para la realización de los estudios técnicos y logró acuerdos para el financiamiento de la obra (alrededor de USD 1 500 millones) con la respectiva contraparte del Gobierno.
Nuevos estudios en la administración de Mauricio Rodas prendieron las alertas sobre el costo final de la obra, que en el mejor de los casos, resultaría unos 500 millones más cara. No hay aún certidumbre sobre la continuación del proyecto que puede entrar en el pantanoso terreno de la política. El refinanciamiento con los organismos multilaterales de crédito también supondría un aumento en el aporte estatal. Sería una pena que se impusiera la lógica de los bandos políticos.
Más allá de eso, quienes habitamos Quito tenemos nuestra parte. Si renunciamos al subsidio a la gasolina permitiríamos que se liberen recursos para el Metro. Según se conoce, la operación requeriría una subvención de un millón de dólares al día, 365 millones al año, algo así como el 10% de lo que se gasta en mantener un precio artificial de los combustibles.