Al inicio del año quiero desearles un feliz 2010. Los buenos deseos siempre nos comprometen si son sinceros. Al tiempo que sueño con un año lleno de justicia, paz, diálogo y concertación social, política, económica y eclesial, me dispongo a arrimar el hombro, sabedor de que la historia de los hombres avanza en la medida en que la empujamos hacia el bien.
Dicen que el nuevo año será difícil. Lo dicen, sobre todo, los que están ocupados y preocupados por la cosa económica y política.
Más que mirar al cielo parece que toca mirar las pantallas de Wall Street, las subidas y bajadas de una bolsa que parece valer más que la vida… También a mí me preocupa la crisis, sobre todo en la medida en que afecta a las personas, a los pobres de este mundo y de este Ecuador en el que vivo, sueño, rezo y trabajo. Pero la economía, siendo importante, no es lo más importante.
Un buen amigo gallego y, por tanto, socarrón y con especial sentido del humor, suele decir: “Un hombre sin dinero es un bulto sospechoso”. Más allá de la ironía, yo siento que un hombre, con dinero o sin dinero, es una persona digna de ser tenida en cuenta, no por lo que tiene, sino por lo que es. La crisis no nos libra de nuestro compromiso de ser y de crecer como personas. Los cristianos sabemos que somos hijos de un mismo Padre y, por ende, hermanos, metidos en la misma barca…
Si la crisis se agudiza, no quiere decir que cada uno tenga que preocuparse sólo de sí mismo, de sus cosas e intereses. Al contrario, tendremos que sacar fuerzas y preguntarnos qué podremos hacer todavía a favor de nuestros hermanos. Para un cristiano los tiempos recios son siempre tiempos solidarios y, por tanto, susceptibles de hacernos más humanos. Eso sí, si no nos rendimos ante la codicia…
Los tiempos de mi infancia fueron tiempos de escasez. Vivíamos en una España de boina y alpargata, que salía de la Guerra Civil, ansiosa de pan de trigo y deseosa de lamerse sus heridas. Lo único globalizado eran la pobreza y las ganas de vivir. Nos faltaban muchas cosas, pero teníamos lo fundamental: el amor de Dios en el corazón de la familia, una profunda solidaridad doméstica y comunitaria, un agudo sentido de la dignidad y del humor… Sin duda, aspirábamos a vivir mejor.
Pero, a pesar de todo, mi recuerdo de la infancia es feliz. No crecí en esa abundancia en la que muchos de nuestros jóvenes de clase media viven hoy (abundancia de hecho o de deseo), dispuestos a consumir todo lo que se les ponga por delante. Pero, precisamente por ello, aprendí a valorar las cosas, el dinero, el esfuerzo cotidiano por salir adelante.
Con estos sentimientos, les deseo un Año Nuevo feliz. Es decir, menos miedo y más amor.