“La ciudad está en mí como un poema que no he logrado detener en palabras”.
Con ese final poético, el escritor de Quito, Édgar Freire Rubio, termina su libro el ‘Barrio de los Prodigios’ y reflexiona así sobre su amado San Roque: “Al barrio de mi niñez lo han matado.
Poco a poco lo han mutilado. Le robaron la alegría. Las casas son conventillos (a nadie le importa; ¿de ese horror quién puede tener nostalgia?).
Así como Freire, los que nacimos en esta ciudad equinoccial y milenaria de los quitus aprendimos a amarla desde los ojos de nuestros padres.
La palabra libertad es Quito: sonó desde la resistencia con Rumiñahui y sonó como rebeldía en boca de Bellido en 1592. Espejo la puso en panfletos en las cruces de piedra. La proclamaron los quiteños en la revolución de los estancos en 1765 y brilló el 10 de Agosto de 1809.
Hoy, la restauración del patrimonio arquitectónico y artístico nos edifica y enorgullece.
Pero, en otras instancias, Quito crece caóticamente y colapsa. ¿A quién pedimos cuentas sobre la planificación?, ¿a qué manos se les fue las riendas?
Quien no ame a Quito, que no la comande. Las montañas se llenan de cemento. El verde desaparece. Planes injustificables para una ciudad longitudinal, gobiernos provinciales sin respuestas de empleo, vivienda. pobreza, indolencia, partidismo, inequidades y urbanismo mediocre.
Requerimos planificadores que amen a Quito como la amamos los que en ella nacimos, y requerimos ciudadanos capaces para impulsar iniciativas creadoras y empresas que asuman la ciudad.
El mejor homenaje no se reduce a la farra o a los polémicos toros, el mejor homenaje es amar y defender a Quito.
No empeoremos ni ignoremos sus problemas.
Busquemos estrategias visionarias para dejar una ciudad ética y estética a nuestros hijos, la ciudad que, hace siglos, soñaron los que nos vistieron de amorosas epopeyas, literatura y arte.