Evo Morales (izq.) quería gobernar más allá del 2020. Nicolás Maduro (cen.) sigue bloqueando la revocatoria. Daniel Ortega (der.) acaba de reelegirse con el 72% de votos.
Tras las sangrientas dictaduras militares y la larga década neoliberal de los noventa, nuevos vientos parecieron soplar en esta parte del continente. Latinoamérica presenció así la llegada al poder de expresiones políticas que -más allá de los lógicos matices- intentaron expresar reivindicaciones y demandas populares largamente desatendidas, en Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia, entre otros.
Proyectos que llegaron al poder enarbolando banderas de izquierda y planteando profundas transformaciones democráticas, pero que terminan siendo víctimas de la soberbia, la arrogancia y el ego de líderes que conciben al poder como un fin en sí mismo. Esta “enfermedad del poder” no es en absoluto un fenómeno nuevo.
Como en tantos otros asuntos de la política, la tradición helenística está plagada de historias y mitos de personajes víctimas de la soberbia del poder. Desde Aquiles, quien desató la ira de los dioses al ultrajar el cadáver de su enemigo Héctor, hasta Ícaro, que intentó volar como los dioses hacia el Olimpo, la mitología griega es rica en ejemplos de esta “enfermedad”, consistente en creerse superior al resto de los mortales, y que los helenos bautizaron incluso con el nombre de hibris.
Desde entonces, muchos líderes y gobernantes han sucumbido ante la tentación de la hibris. Desde los emperadores romanos Claudio y Caracalla (Marco Antonio Basiano), pasando por el papa Benedicto IX y Napoleón Bonaparte, hasta los líderes totalitarios y los dictadores del siglo XX, los delirios del poder han estado a la orden del día.
Los gobiernos “progresistas” de la región impulsaron importantes transformaciones desde el punto de vista de la redistribución de la riqueza, del reconocimiento y ampliación de derechos y de la recuperación de la soberanía. Sin embargo, esos proyectos no pudieron consolidarse y proyectarse a largo plazo más allá de los personalismos, dejando entreabierta la puerta a la “restauración neoliberal”, que hoy en día pisa fuerte en varios países del continente.
El hecho de que no se haya planteado seriamente la alternancia y la renovación generacional al interior de esos proyectos, habla a las claras de que la “enfermedad” del poder ha calado hondo en el continente. Sin duda, algo que genera decepción y frustración en cientos de miles de militantes y simpatizantes que fueron protagonistas de dichos procesos, pero que muestra que mucho de lo construido corre riesgo de perderse a causa de la soberbia y el ego megalómano.
Por ejemplo, en Ecuador, Rafael Correa asumió en el 2007 y se despide del gobierno el año que viene, tras dos períodos consecutivos a la cabeza de la revolución ciudadana.
Un presidente que cosechó contundentes apoyos no solamente en las elecciones presidenciales sino en varios referendos, parece ser hoy -con sus intervenciones y medidas de gobierno- el ariete de las estrategias de la oposición.
En Bolivia, Evo Morales fue electo como presidente en el 2006, y tras una década en el poder, impulsó un referéndum sobre una reforma constitucional para habilitar su re-reelección. Ganó el no, con una diferencia de tres puntos, condicionando así innecesariamente el desarrollo de su gobierno, que termina en el 2020.
En Venezuela, donde escasean alimentos básicos, y donde conseguir productos de primera necesidad como papel higiénico y jabón es una quimera, Nicolás Maduro sigue bloqueando la posibilidad de un referéndum y persiguiendo a los opositores, a quienes sigue cínicamente presentando como los responsables de la debacle de su gobierno.
En América Central, y en particular en los países que integran el denominado ‘Triángulo del Norte’, estas tendencias se han venido manifestando con particular crudeza, en el marco de países con los niveles de pobreza y de violencia más altos del continente.
En Guatemala, luego de que el clamor popular contra la corrupción y la impunidad eyectara de sus cargos al presidente Otto Pérez Molina y su vice -hoy presos-, el cómico Jimmy Morales se alzó con el poder tras una campaña basada en el eslogan: “Ni corrupto, ni ladrón”. Hoy, tras verse jaqueado por denuncias de corrupción en su entorno familiar, y haber enterrado las promesas de renovación abrazando los mecanismos de la “vieja política”, culpa de sus males a la prensa.
En El Salvador, los viejos guerrilleros del FMLN, hoy en el poder, no solo no contribuyeron a solucionar los graves problemas estructurales del país, sino que han profundizado la tendencia a la polarización de la sociedad heredada de los tiempos de guerra civil, apelando asimismo a métodos tildados de antidemocráticos e inconstitucionales por la mayoría de la oposición.
Y Nicaragua continúa siendo, sin dudas, el laboratorio privilegiado para el análisis de los delirios del poder en el continente. En el 2009, el periodista inglés David Frost entrevistó al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, quien le admitió querer vivir 100 años para gobernar. En ese entonces, el único límite para cumplir su deseo de un gobierno ad eternum era un papel llamado Constitución de Nicaragua, que en 1995 dejó atrás la reelección indefinida.
Hoy, con 70 años, su tercera presidencia llegando a su fin y la Constitución reformada en 2014, acaba de ser reelecto con el 72% de los votos. Sin embargo, el otrora comandante guerrillero, esta vez acompañado por su esotérica esposa Rosario Murillo como vicepresidenta, empezará a transitar su cuarto mandato en un contexto de descomposición democrática de las instituciones y denuncias de excesos autoritarios por parte de sus otrora aliados, los obispos católicos.
En nuestro país, con una larga historia de caudillismos, reencarnados en el hiperpresidencialismo consagrado normativamente con la reforma constitucional de 1994, tampoco hemos sido inmunes a esta “enfermedad” del poder. Ahí está la experiencia de los últimos años de Cristina Fernández de Kirchner en el poder, para recordarlo.
En la mitología griega, la hibris se paga, y los personajes que se creen inmortales terminan siendo víctimas de su propia soberbia, castigo que los griegos llaman némesis.
Así como Aquiles, muerto finalmente en manos de Paris, e Ícaro con sus alas derretidas por el sol, los megalómanos modernos, presos del culto a su propia historia personal, también tienen su némesis y son castigados o por las urnas o por la historia.