Durante estos días los ecuatorianos asistimos a una guerra verbal entre dos líderes de características personales similares, cada uno con la capacidad de reunir a miles de simpatizantes para expresar descontento o rechazo frente al otro.
Si el alcalde de Guayaquil ha logrado posicionar sus reclamos en contra del Régimen como una defensa legítima de los intereses de la ciudad a la que representa, el Presidente de la República también ha conseguido que sus seguidores y militantes asuman la tesis oficial de que esta vez existe un reparto financiero más justo y equitativo para las ciudades.
Más allá de este supuesto enfrentamiento de carácter presupuestario, lo que preocupa son las posiciones extremas de los dos grupos empeñados en mostrar su poder de convocatoria y, en consecuencia, su capacidad de influir y presionar para conseguir sus objetivos; cuando se impone esa lógica argumentativa es posible que se deje de lado el bien común.
Tanto la organización en Guayaquil de una protesta que seguramente será multitudinaria en contra del Régimen, como la agresiva respuesta mediática que está dando este con sus incontables cadenas de televisión y radio y sus discursos sabatinos, no son en sí mismas una solución.
Se trata, más bien, de la repetición de una vieja historia en la política ecuatoriana: la incapacidad de los líderes nacionales para sentarse a conversar y resolver sus diferencias de forma abierta y tolerante.
Uno de los deberes morales de quienes tienen seguidores es hacer pedagogía del consenso para que, con su ejemplo, la sociedad camine hacia una madurez política y cívica que le permita, a pesar de naturales diferencias ideológicas, consolidar su desarrollo.