Hace algunos días me visitó en mi despacho una pobre mujer golpeada por la vida y por un marido miserable, un hombre que piensa que en la vida todo se logra por medio de la fuerza y, por lo tanto, un hombre violento.
Lo peor de todo es que la violencia forma ya parte de su vida y que apenas distingue el bien del mal. La violencia machista salpica nuestras relaciones y las empobrece hasta el punto de hacernos perder la dignidad.
Por supuesto que no es solo la violencia que los hombres ejercen sobre las mujeres. Mujeres hay que maltratan a los hombres de forma cruel, aunque no ejerzan la fuerza bruta. Pero lo cierto es que, las más de las veces, es el hombre el dominante, al abusador, el agresivo. En cualquier caso, una persona mal educada, de conciencia distorsionada, incapaz de dialogar y de ponerse en el lugar del otro. Una persona, por tanto, incapaz de compasión.
Hoy vivimos en medio de una cultura violenta y prepotente que trata de imponerlo todo por la fuerza. Parece que todo vale con tal de tener razón, con tal de conservar o acrecentar la pequeña o gran parcela de poder. Algo que no es solo reducible al mundo de la política, sino extensible a nuestro mundo personal y doméstico. Tantas veces (demasiadas veces) los mismos matrimonios hacen del grito, de la amenaza, de la violencia, su mejor arma. Lo hacen, incluso, delante de sus hijos aún tiernos, sin importarles demasiado el daño que les causan y que les acompañará toda la vida.
Para nosotros, los cristianos, la familia es un auténtico sacramento que nos recuerda de quién somos hijos… La paternidad–maternidad de Dios nos engendra por amor y nos hace capaces de amar en libertad y de dar vida, más allá de nuestras falencias y límites personales, más allá de las dificultades de la vida. El amor no nos quita la dificultad, pero hace de ella una oportunidad para crecer y seguir amando.
Gritar, insultar, violentar es siempre el camino más fácil, una apuesta por el desahogo inmediato e instintivo, pero es también la forma más segura de destruir el futuro, sobre todo un futuro compartido. La violencia es siempre un camino de destrucción.
¿Qué le he aconsejado a la pobre mujer golpeada y vejada? Que rece, que intente el diálogo y la mediación. Y si no, si no logra romper el círculo maldito de la violencia, que presente denuncia y se aleje, que ponga distancia ante la barbarie que Dios no quiere.
Quizá en algún momento Dios toque el corazón de piedra y lo convierta en corazón de carne. Quizá… Nada ni nadie nos puede secuestrar la esperanza de una vida más humana. Nos toca seguir luchando por erradicar la violencia de nuestros hogares y de nuestro horizonte.