Redacción Cultura
cultura@elcomercio.com
En una de las lomas que rodean al lago de Yahuarcocha, en Imbabura, el artista Nicolás Herrera edificó una casa. Allí, entre un paisaje extraordinario y el recuerdo de una mítica batalla sangrienta, vive y crea el pintor.
La tensión entre la naturaleza y la historia, entre el paisaje exterior y los procesos interiores, “entre lo mágico y lo trágico de la vida” -según define él mismo- es uno de los elementos más visibles de su obra.
Su trayectoria
En 1988 ganó el salón Luis A. Martínez, de Ambato, y en 1990 el Mariano Aguilera de Quito. En 1997 fue seleccionado por el Museo Nacional del Banco Central y la Embajada de Israel en Ecuador para pintar la Tierra Santa.
Ha realizado más de una docena de exposiciones individuales. Su obra se ha expuesto en Colombia, España, Estados Unidos , Suiza, entre otros países. Vuelve a mostrar en Quito luego de 19 años.Hace poco acaba de abrir una muestra antológica de sus últimos 10 años de trabajo. Las salas Miguel de Santiago, Eduardo Kingman y Oswaldo Guayasamín de la Casa de la Cultura, en Quito, mantienen en exhibición una serie de 136 piezas visuales, entre óleos, esculturas, máscaras, dibujos y tintas.
Esta última etapa está caracterizada, explica Juan Carlos Morales, escritor con quien Herrera ha compartido algunos proyectos editoriales, por “una búsqueda y un encuentro con la propia obra, es decir, consigo mismo”.
En el marco de esa búsqueda se entienden, sigue Morales, las continuas referencias al autorretrato que ha trabajado Herrera en los últimos años. En efecto, muchos de los óleos de gran formato presentan al autor en varias posturas que indican un profundo sufrimiento.
“Es que -concluye Morales- todo encuentro con uno mismo, según Nietzsche, también es una desgarradura”. Herrera parece confirmar esa tesis cuando afirma: “En mis obras hay un gran componente de mi propia vida. Yo pinto lo que vivo. Pintura y vida son la misma cosa. Uno tiene también sufrimientos y eso no puede quedarse afuera”.
En estos recientes trabajos, como en el resto de su obra (forjada en más de 30 años), se observa la exuberante presencia de la naturaleza. Una fauna muy extensa de animales míticos y fantásticos habitan su imaginación plástica.
Es en esa dimensión donde Herrera trabaja su lado mágico, su “conexión espiritual y metafísica con el universo”. Pero la gama de animales vivientes sobre la tierra no le sirve para agotar su sed de creación. Desde sus inicios se dedicó a confeccionar nuevas posibilidades para el catálogo de bestias posibles.
Esas imaginaciones fueron luego transformándose hasta lograr ese “sabor intenso de fusión que rezuman sus obras”, en opinión del crítico Carlos Villacís Endara, quien se encontró por casualidad con el artista mientras recorría la muestra.
Nuestra geografía es un canto a la vida, es realmente magia.
Nicolás Herrera
Artista plástico“Hay una sensación estimulante de combinación entre la naturaleza y la mecánica, como sugiriendo una esclavización del hombre contemporáneo. Esta obra es de lo más interesante de la escena plástica reciente”.
Este bestiario de uso mágico no solamente trabaja sobre las figuras animales o vegetales. La figura humana también aparece transfigurada bajo esa lupa emocional de Herrera.
Para Marcelo Valdivieso, presidente de la CCE Núcleo de Imbabura, “las representaciones humanas de sus cuadros son también interpretaciones de ideas sociales, políticas o históricas. De ese modo se pueden ver árboles que en lugar de raíces tienen unos pies heridos. Yo veo una gran ternura en todo ello”.
La magia y la tragedia son dos extremos entre los que se encuentra tensada la cuerda que es la creación de Herrera. “Pero son también -concluye el pintor- las experiencias que ha vivido el país a lo largo de su historia”.