Cristina Campaña, una de las personas implicadas en el caso de los ’10 de Luluncoto’. Foto: Julio Estrella / EL COMERCIO
Son poco más de las 18:00 del miércoles. Cae una leve llovizna en Quito. Cristina Campaña lleva un abrigo y pantalón oscuros. Minutos antes salió del restaurante donde trabaja como contadora. No aparenta ser una “terrorista”. El Poder Judicial consideró que sí.
El 3 de marzo del 2012, ella y otros nueve jóvenes fueron detenidos en un departamento ubicado en Luluncoto, un barrio del sur de la capital, en el operativo denominado Sol Rojo.
Fueron sentenciados a un año de prisión por tentativa de actos de terrorismo. Se los vinculó con la explosión de tres bombas panfletarias en el 2011, en Quito, Guayaquil y Cuenca.
Cristina, Abigaíl, Fadua, Víctor Hugo, Pablo, Royce, Héctor, César, Santiago y Luis son los nombres de los ‘10 de Luluncoto’, como se conoció el caso. Todos han retomado sus vidas, pero la estela de aquella incursión policial y el posterior proceso judicial aún los persiguen.
Cristina permaneció 12 meses en la cárcel de El Inca. En teoría no le debe nada a la Justicia. En la práctica se presenta todos los jueves en la Corte Nacional. Esa medida está impuesta en la sentencia que dictó el Tribunal penal.
Para evitar problemas legales cumple rigurosamente esa disposición. En el restaurante conocen la situación y le permiten los atrasos. “No nos queda opción y no estoy dispuesta a enfrentar un nuevo proceso”, relata durante la charla que mantuvo con este Diario la tarde y noche del miércoles que, por la lluvia, se desarrolló dentro de un vehículo.
Ella y Abigaíl permanecieron juntas en una celda de 4 m² con otra interna más. Dictaban clases en una improvisada escuela que se organizó en la cárcel para los hijos de las detenidas que vivían en ese complejo.
El 7 de diciembre se declararon en huelga de hambre. 30 días duró la protesta. Fue el tiempo que sus cuerpos resistieron la precaria dieta de agua y caramelos que mantenían como símbolo de disconformidad.
Fadua Tapia esquivó las celdas de El Inca, pero no el encierro. Por su embarazo cumplió cinco meses de arresto domiciliario. Policías mujeres la vigilaban las 24 horas dentro de su casa. La seguían al baño, dormían en la misma habitación, almorzaban con la familia, la acompañaban a los chequeos médicos periódicos…
Fadua Tapia, una de las personas implicadas en el caso de los ’10 de Luluncoto’. Foto: Jenny Navarro / EL COMERCIO
Aquel 3 de marzo ella tenía cuatro meses de gestación. Su estado no impidió que los cerca de 20 policías que ingresaron al departamento de Luluncoto fueran violentos. La obligaron -cuenta- a botarse al piso. En esa posición pasó alrededor de dos horas y arrodillada, unos 90 minutos. Solo cuando llegó la fiscal Diana Fernández le permitieron sentarse en un sillón.
En el tiempo de arresto domiciliario, Fadua, una joven que hoy cursa el quinto semestre de Derecho en la Universidad Central, tenía sensaciones dispares. Por un lado se sentía la mujer más segura del barrio y, por otro, una “delincuente peligrosa”. Además de la policía que la vigilaba dentro de la casa, había uniformados afuera en un patrullero. Los papeles para las consultas médicas debía entregarlos un mes antes de las citas para que le permitieran ir sin problema. Su embarazo se tornó riesgoso. Tuvo amenazas de aborto. La presión y la permanente vigilancia policial jugaron en su contra.
Las pruebas del terrorismo
¿Eran realmente una amenaza para la seguridad del Estado?
Organizaciones de DD.HH. del país lo rechazan y afirman que las autoridades construyeron un enemigo interno en el contexto de la Marcha del Agua, desarrollada cinco días después del operativo Sol Rojo. “No hay un solo (elemento) que pudiera ser útil para atentar contra la seguridad del Estado”, denunciaron tres ONG de DD.HH.
Se refieren a los celulares, cartucheras de cosméticos, billetes, monedas, una carpeta del Grupo de Combatientes Populares (GCP), camisetas rojas del Che Guevara, discos de música protesta, botas de caucho… que sirvieron como evidencias de los actos de terrorismo que la Fiscalía se llevó de Luluncoto y de un segundo allanamiento realizado en las viviendas de los 10 jóvenes dos meses después. Esos elementos se exhibieron en el proceso.
A Cristina le parece paradójico el discurso del Gobierno. Si ellos cantan la canción del Che -apunta- entonces es revolucionario, pero si otra persona lo hace, es terrorista.
Los jóvenes no niegan su historia como líderes sociales vinculados a organizaciones secundarias y universitarias.
“Teníamos una vida que tal vez era distinta al resto, pero no era delictiva ni peligrosa. Era una vida de personas que pensaban en un país diferente y que todavía lo piensan”.
Para la Fiscalía, en cambio, en Luluncoto se hallaron evidencias de actos violentos planificados para el 2012. Esas pruebas -según los investigadores- establecerían su afiliación al GCP.
El jueves, Víctor Hugo Vinueza volvió a los condominios de donde agentes encapuchados lo sacaron esposado. En ese entorno se le vienen las escenas de los fusiles con que les apuntaron mientras revisaban el departamento, de las horas que permanecieron de pie con la nariz pegada a la pared y de las señales que dejaron en
las muñecas los cordones con que les amarraron las manos…
Hoy, Víctor Hugo dejó a un lado la conducción profesional por temor a renovar su licencia. Hace un mes, a Santiago Gallegos, también detenido en Luluncoto, lo llevaron a la Policía Judicial de Ibarra cuando tramitaba la renovación de ese documento. El funcionario que le atendió le dijo que tenía una orden de captura vigente.
Él quiere creer que se trató de un “error”. Hasta ahora, el juez que aprobó la libertad de los jóvenes no ha enviado el documento que anula las órdenes de detención. “Eso nos imposibilita a hacer cualquier trámite público”, dice Santiago.
En abril, él obtendrá su maestría en Salud y Seguridad Ocupacional. Ahora trabaja como consultor en esa misma área.
Ellos dudan del actual sistema judicial. Por eso ven improbable que los jueces que diriman en el recurso de casación, presentado por sus abogados en la Corte Nacional de Justicia, anulen la sentencia en su contra. No solo buscan que se “limpien sus nombres”, sino que se aclare que hubo violaciones de sus derechos.
Aunque ya no tienen un contacto permanente porque viven en ciudades distintas, a Cristina, Abigaíl, Fadua, Víctor Hugo, Pablo, Royce, Héctor, César, Santiago y Luis los une un lazo imborrable: el operativo Sol Rojo.