Hoy, en el día en que es beatificado el papa Juan Pablo II, deseo escribir sobre esta Iglesia a la que sirvo y a la que tanto amo, aunque no todo en ella sea nítido o evidente. No deseo hacer, al respecto, un acto de fe apasionado, sino sólo afirmar el valor de mi experiencia y la de tantos hombres y mujeres que viven, aman, trabajan y sueñan un mundo mejor de la mano de Jesús. Juan Pablo II forma parte de esta legión.
Y, aunque las cosas no siempre son tan claras, yo creo que la Iglesia Católica tiene dentro de sí todo lo que las personas de bien buscan en medio de sus luchas cotidianas: la fe, la esperanza, la compasión, el amor a las personas, a la ecología, a la justicia y a la paz. No soy tan ciego como para no ver sus excesos en el pasado, sus falencias presentes, sus desafíos ante el futuro,… pero es en medio de esta mezcla constante de luces y de sombras donde la Iglesia vive su permanente vocación a la santidad. No deja de ser sorprendente que en los momentos más duros y oscuros de su vida (pienso en los siglos de hierro de una Europa dominada por el hambre, la peste y la ignorancia) surgieran figuras como Clara, Francisco de Asís o Domingo de Guzmán.
Hoy no es fácil ser católico en medio de un mundo dionisíaco, que ha hecho del placer y del propio bienestar su becerro de oro. Tampoco es fácil plantear las exigencias de la fe, en medio del oportunismo político, reacio incluso a la crítica leal. Más allá del discurso dominante, maquillado por los intereses inmediatos, son tiempos difíciles para la lírica y para la utopía… Y, sin embargo, es nuestro tiempo, el que tenemos que vivir y construir en fidelidad a lo que amamos y creemos.
La Iglesia no pide espacios de privilegio ni patentes de corso. Sólo quiere vivir en aquella libertad que desea para todos los hombres y mujeres de este planeta, atenta al valor de la dig-nidad humana, sensible al dolor de los pobres, crítica con la mundanidad y con los poderes de este mundo, resistente al mal y su-misa ante su Señor. A nadie de buena voluntad debería de extrañarle que abra la boca y diga su palabra y haga su aporte aunque, a veces, le toque rozar las heridas del corazón humano y de una historia siempre perfectible.
Algún día, las heridas serán cicatrices (así ha pasado casi siempre) y alguien tendrá que acariciarlas y llenar de sentido esta historia limitada que hoy nos toca vivir, en medio de amenazas y quebrantos. Y ahí seguiremos, divisando los reinos de este mundo desde el alero del templo, sin dejarnos seducir por los cantos de sirena…
La beatificación del papa Juan Pablo II tendría que animarnos a alimentar la fe y la esperanza de que no todo está perdido, de que es posible amar y dar la vida por lo que se ama. Este ha sido el testimonio terco y luminoso de un hombre capaz de amar el Reino de Dios y su justicia más que la propia vida. Esto, en cristiano, se llama san-tidad. La Iglesia lo sabe y por eso confía…