Una catástrofe como la que se está enfrentando exige gran prudencia en los juicios. Chile fue reiteradamente elogiado por autoridades y medios extranjeros por su preparación frente a situaciones de desastre en las horas iniciales tras el reciente terremoto. Y, sin duda, frente a la magnitud de lo ocurrido, el país ha estado resistiendo en mejor pie que muchas otras naciones, incluso desarrolladas: en el pasado no lejano, sismos de menor intensidad han causado estragos comparativamente mayores en Japón, y el huracán Katrina evidenció las deficiencias en la superpotencia estadounidense. Probablemente, un sismo de 8,8 grados que alcanzara a la mitad más poblada de cualquier otro país de la región latinoamericana habría tenido efectos aniquiladores, en tanto que el nuestro, aunque malherido, ha seguido funcionando.
No obstante, precisamente porque Chile ha debido aprender de una larga y dolorosa experiencia, el realismo exige registrar no solo los logros, sino las deficiencias que habrá que corregir. La jornada puso de manifiesto demasiadas insuficiencias y fallas como para que podamos sentirnos satisfechos.
Desde luego, resalta la evidencia de que el sistema oficial de comunicaciones, informaciones, transmisión de instrucciones, envío de socorros y equipos especializados es insólitamente deficiente para el grado de avance de la tecnología -siendo de lamentar que, al menos en las primeras 36 horas, no hicieran excepción a esto ni las autoridades gubernamentales no mostraron disponer de redes alternativas para esos efectos si colapsan los medios normales por una emergencia.
La muestra más grave de ello fue que la propia Presidenta de la República -tan justamente apreciada y querida por su incansable y cálida sensibilidad ante la desgracia y la angustia de miles de compatriotas- descartara prematuramente la posibilidad de maremotos, que, sin embargo, se produjeron y cobraron víctimas. Se imputó al día siguiente la equivocación a la Armada, que ciertamente deberá explicar esta situación al país, pero subsiste el hecho de que el sistema de alarma temprana no funcionó. Todo lo anterior es inaceptable.
Igualmente incomprensible es que debieran aflorar saqueos en múltiples puntos de la zona estragada -principalmente en Concepción, pero también en la capital. Se hacía obvio que la seguridad pública estaba severamente amagada, y que el multisecular mecanismo constitucional para enfrentar tales casos habría debido utilizarse desde el día anterior, para evitar lo que sucedió.
No sorprende, en cambio, que otros servicios estatales como los de salud -sin reservas de sangre suficientes- o de Gendarmería -con fugas de presos y motines- estén mostrando redobladamente limitaciones.