Hasta el momento se han escrito 11 500 libros. En cada uno hay entre 500 y 700 actas. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO.
Si una hoja de este libro toca la piel de una persona es capaz de producir picazón, irritación, sarpullido e, incluso, puede descamar la capa superficial de la dermis. Para manipularlo se deben usar guantes. Para hojearlo, delicadeza y tino.
Cuando el libro más antiguo del Registro de la Propiedad de Quito se abre, las personas estornudan y comienza una perturbadora picazón de ojos. Dicen los expertos que se debe al deterioro propio del cuero con el que fue forrado en 1780, a las tripas del mismo animal con las que fue atado y a la presencia de ácaros y bacterias propios de documentos antiguos.
Este libro fue el inicio de lo que hoy es el Registro de la Propiedad, donde constan todos los inmuebles como terrenos y casas que hay en Quito.
El libro de hipotecas guarda los nombres de la gente que comercializaba sus bienes hace 237 años. Pablo Falconí, registrador de la Propiedad (e), explica que desde entonces, hasta el momento, se han escrito 11 500 libros. En cada uno hay entre 500 y 700 actas. Cada acta representa una propiedad.
En ese entonces se generaban deudas cuantiosas entre dueños de quintas, por lo que dejaban en garantía sus terrenos, casas, haciendas para tener el aval de que iba pagar. Así aparecieron los tres primeros anotadores de hipotecas: Juan Antonio Jaramillo Tavera, Pedro Freire y Calisto Vizcaíno.
El valor del primer libro es incalculable por lo que reposa en caja de seguridad especial que elimina la humedad de las hojas y ayuda a preservarlas. Tiene guardianía y está en un aparador con un sistema antiincendios y un chip que acciona una alarma si el libro sale de determinado perímetro.
El encargado directo del cuidado del libro es José Luis Aucancela, director de archivo del Registro. Con cautela lo abre y lee que la primera anotación fue 1 de enero de 1 780.
Este primer registro se estableció en 100 pesos reales por un préstamo para la compra de la casa Arrabay de la calle Langa, en San Blas, en el barrio Santa Bárbara. Allí se detallan los linderos del inmueble y especifica que la casa quedó hipotecada, junto con las herramientas que contenía. Al margen de cada página se realizaban anotaciones para indicar si la hipoteca fue cancelada. Y al final de cada registro se lee: “Firmado, el Rey, Dios y vale”.
Para 1826 se crearon los libros de propiedades donde además de las hipotecas se registraban los bienes. Hasta 1900 se escribieron 50 libros antiguos con 38 800 propiedades. Todos escritos a mano. Aucancela añade que están por iniciar un proceso de mantenimiento para preservarlos.
Alfonso Ortiz, excronista de la ciudad, explica que en ese entonces, Quito iba desde el Panecillo, hasta San Blas. No existía San Juan ni el Tejar. Había máximo 30 000 habitantes y se caracterizaba por ser una ciudad de mucha religiosidad. De hecho, buena parte de los registros de aquel entonces tiene que ver con templos.
Ortiz agrega que en esa época las tierras se vendían con esclavos. Uno de los registros de 1826 lo confirma: se anotó una casa hacienda, con ollas, platillos y 12 esclavos. Esa práctica era común, hasta que la esclavitud se abolió en 1851.
El desfile de personajes acaudalados de ese entonces es largo: Juan María de Colón Pardo, Rosa Mariana Rivera, Manuel Narciso Rodríguez, Maquez de Villa Orellana, Juan Bautista Castellón… Entre las direcciones que constan están Loma Chiquita, la calle Real, hacienda San Antonio, San Marcos, calle Chorro, Quinta Catalunia, huertos de Mariana Fraga y la Huerta Alta…
Hojear el libro es acercarse al Quito antiguo. A esa ciudad donde las familias hacían convenios y entregaban un bien a cambio de tener acceso a una vertiente de agua, donde se registraban los diezmos, las donaciones, las acequias y hasta los hijos reconocidos.
En 1875 Luis Guvi, vecino comerciante, reconoció como hijo suyo a un pequeño de dos años y se comprometió a pagar 12 pesos al mes por alimento.
Hay incluso una escritura de desapropio de una religiosa: “La novicia Sor Adela de Santa Matilde Basantes del monasterio de Santa Catalina(…) desde ahora para siempre cede y renuncia en beneficio del enunciado monasterio”.
Además, se hacían declaraciones de bienes prematrimoniales. “El señor Felipe Cardona declara que la señora Josefa Encalada su actual consorte legítima trajo al matrimonio (…) mil pesos más que menos en alhajas preciosas, plata labrada, ropa de lujo y otras cosas siendo dicha suma capital exclusivo de su citada esposa”.
El libro revela que había personas dueñas de minas, de playas (refiriéndose a los terrenos que se encuentran cercanos a los ríos) y sus títulos profesionales: ‘‘El lisenciado Manuel Angulo se registra como maestro de Sala y del Seminario de San Luis” (sic). Las anotaciones están plagadas de lo que hoy se considerarían faltas ortográficas: “lisenciado, méses, pié”, porque la ortografía del español se unificó apenas a finales del siglo XIX.