Es desolador escuchar cada sábado al Primer Mandatario. En un espacio de tres horas semanales, que debiera servir para comunicar al pueblo, para motivarlo, para empujarlo al progreso y a un futuro próspero, el Presidente de la República monopoliza el micrófono y dedica buena parte del tiempo a proferir un sinnúmero de insultos, ofensas, ridiculizaciones, burlas, ironías e histrionismos fuera de tono en contra de quienes él considera no sus adversarios ni críticos, sino “sus enemigos”.
Un jefe de Estado como Rafael Correa, que suele jactarse de ser un académico y dice añorar las aulas y la cátedra, debería ser un líder y un pedagogo social y no un gobernante agresivo que desprecia y repudia a todo aquel que se atreva a tener una opinión distinta.
El Presidente parece confundir lo que significa rendir cuentas ante sus mandantes y electores. Una rendición de cuentas ante el pueblo se realiza de manera concreta, sobre hechos, datos y cifras, no sobre posibilidades, ofertas, utopías o promesas.
No es rendición de cuentas, tampoco, un espacio en el que el Primer Mandatario divaga, ofende o repite consignas y antiguos lemas revolucionarios. Tampoco puede considerarse rendición de cuentas un espacio en el cual no existe ningún interlocutor ciudadano que pueda refutar, cuestionar o, simplemente, preguntar.
Resulta paradójico que un Presidente de la República dedicado a emplazar, advertir, amenazar y estigmatizar a “los enemigos de la revolución” -además de describir el menú del día y evocar las noches culturales-, cuando se ve enfrentado a una crisis que no puede resolver, convoque a “la unidad nacional” mientras con su agresividad verbal divide a los ecuatorianos.