Y eso que no has llegado a mi edad, dijo. “A mi edad, los años se van más rápido”. Intenté decirle que era porque pensaba demasiado en eso. Me di cuenta de que no había gran distancia entre los dos y tomé la decisión de esperar unos años. Ahora vivo lo que me dijo aquella vez. Todavía no lo alcanzo, pero ya lo vivo. Y sí: entre más viejos somos, más rápido se van los días. Y sí: pienso más en eso.
Imaginemos que nunca me advirtió que mientras más años tienes, más rápido palpita el tiempo. ¿Se me irían más lentos los años? ¿Pensaría menos en eso?
Esto le concierne al tiempo: entre más años tienes, te trata con mayor desdén. Otra manera de saber qué tan maduro o joven eres, es midiendo con cuánto desdén te trata el tiempo.
Hoy tuve tiempo de lavar platos, tender mi cama (tender, ¿por qué decimos tender?), cortarme las uñas, arreglar libros, escribir unos párrafos y leer unas páginas, ir al cine, prepararme la cena y ver tele.
El tiempo fue amable conmigo: sentí que hice mucho, cuando en realidad me dediqué a domesticidades.
Mi madre y mi padre me llaman cada vez que pueden. Yo hago lo mismo. Si tengo tiempo y dinero, tomo un avión y voy a verlos. Podemos más que hace unos años; qué va: más que hace meses. Tenemos prisa por vernos. El tiempo que pasamos juntos vale oro. Procuro abrazarlos, besarlos, dormir con ellos. Procuro inyectarles mi propia sangre, mi propia vida. Allí, frente a los dos, él conectado al oxígeno y ella a la estufa, le pido al tiempo lo que no hará: que se detenga. No hay manera de influir en su desdén; el tiempo no entiende razones. Cuando estoy junto a mis viejos no puedo decir quién es joven o quién es viejo: somos una misma carne, un mismo nudo en la garganta, una misma carcajada, una misma idea del mundo.
Cuando mi padre regresa al hospital, me le hinco al tiempo. Sé que estoy frente a un dios equivocado. Le pido que se vaya despacio, que tenga misericordia. Su respuesta me parece conocida: “A mi edad, los años se van más rápido”. (El tiempo es viejo y lleva prisa). Me desconsuelo, me tiro a llorar como chamaco cagón y me da sueño. Despierto con el corazón frágil como de veinteañero; tomo el teléfono de un manotazo y luego me tranquilizo: todo está bien allá, me digo.
Otra burla, otro desdén del tiempo: las malas noticias son las únicas que pueden administrar su propio ritmo y destino: siempre te llegarán con gran prisa. Y aquí no importa si eres joven o eres viejo. Aquí no importa qué tan preparado te sientas. Las malas noticias llegarán, cuando lleguen, como un rayo y con exactitud de reloj suizo.
Frente a lo inevitable, no hay diferencia entre ser joven o ser viejo: yo me acurruco en una esquina de la cama como un niño y leo en voz alta para no pensar.
El Universal, México, GDA