Redacción siete días
Como si tuviera una doble personalidad, Luis Alfonso Romero y Flores se desenvuelve con habilidad entre dos círculos sociales distintos que conviven, juntos pero no revueltos, en una ciudad franciscana que se acaba en la Villa Flora por el sur y en el estadio Olímpico por el norte.
Su apellido compuesto suena muy apetecible para las mamás de las jovencitas casaderas de alta alcurnia que van los domingos a la misa de doce en Santa Teresita; su lustrosa presentación personal hace especular a sus humildes vecinos con que ese “chulla con porvenir” seguramente llegará a un cargo importante en el Gobierno, o de seguro saldrá de pobre gracias a un matrimonio “por plata”.
El escritor quiteño Jorge Icaza alcanzó el mayor reconocimiento -y es recordado hasta ahora- por ‘Huasipungo’ (1934), e incluso para hablar de esta y otras obras suyas como ‘Huairapamushcas’ (1948) se ha utilizado el término ‘literatura indigenista’. Pero en ‘El chulla Romero y Flores’, escrita en un período cumbre de su carrera, según el crítico estadounidense Theodore Alan Sacket, se dedica a retratar precisamente a esa sociedad que reniega de ese componente aborigen de sus genes, o que convive con este, consciente de que se trata de un lastre para alcanzar respeto y consideración social.
El chulla de esta historia no tiene muchas razones para cantar “la vida me paso encantado”, como reza el conocido pasacalle de Luis Alberto ‘Potolo’ Valencia, aunque si viviera en estos días seguro estaría en contrabarrera de la Feria Jesús del Gran Poder y acabaría la farra en algún café bar de la Foch o en el Hotel Quito. Romero y Flores encaja más bien en el perfil sociológico descrito por Agustín Cueva: “Es un trabajador no manual, casi siempre empleado público, que para no descender de categoría social, se ve forzado a mantener ciertas apariencias, aunque esto signifique un sacrificio económico que está por encima de sus posibilidades”.
Los que en ‘Huasipungo’ se enteraron de cómo son los funerales de los indios en el páramo, en esta novela se encuentran con una descripción detallada de cómo eran las fiestas de alta sociedad -y de las que pretendían ser consideradas como tales- y también cómo y de qué hablaban las vecinas de barrio en el Quito de mediados del siglo XX.
Cada uno de los siete capítulos de la novela, dividido en varias escenas y situaciones, tiene como eje conductor el estigma de ser descendiente de un indígena: ni en los momentos más difíciles, con la Ley en contra y en la miseria más absoluta, Luis Alfonso reconoce su origen en el regazo de ‘mama Domitila’, la india que mezcló su sangre con un señor de apellido respetable que pronto se desentendió de ese ‘mal paso’.
Los diálogos cotidianos pueden resultar familiares para los quiteños y chagras que hoy habitan la capital ecuatoriana. Pero seguro no faltará quien se pregunte si el rechazo a las raíces, el culto a las apariencias y el clasicismo desmedido no son todavía un importante componente de su diario vivir, más de medio siglo después…