Si la autoridad de control acoge el informe técnico del Consejo de Regulación de la Comunicación (Cordicom) sobre la caricatura de Bonil, dedicada al asambleísta de gobierno Agustín Delgado, la libertad de expresión en el Ecuador vivirá otro día de luto. Las 24 páginas de ese documento constituirán su pálida mortaja.
El lenguaje espeso con el que se redacta ese documento cumple una triple función. La primera, y la más conocida, es volver efectivo el afán sancionador que tiene este gobierno ante cualquier voz que resulte crítica.
Hay una segunda mucho más preocupante. Que a través de textos ampulosos, se pretenden legitimar ante la sociedad, los argumentos más contradictorios, subjetivos y políticamente interesados con los cuales se materializa la censura a la prensa.
Esos informes, una suerte de monografías de pretendido condumio académico, no son más que la demostración de que los ‘cientistas sociales’ lograron abrirse fuentes de trabajo en la burocracia que, paradójicamente, las pagan los impuestos de Bonil y de millones más de ecuatorianos.
En todo caso, permitir que un analista de Evaluación de Contenidos, un director de Evaluación de Contenidos y una coordinadora general técnica, concluyan que un dibujante cometió con sus trazos “discriminación socioeconómica” es un acto que no tiene revestimiento democrático. La semiótica permite miles de interpretaciones…
Estos informes se seguirán redactando y, seguramente con la fuerza de sus sanciones, el humor en el Ecuador llega a perder frescura y vitalidad.
Mientras en este país nos encerramos en el cofre de lo políticamente correcto y nos sintamos felices, en muchos otros habrá miles de programas como el de John Oliver que seguirán tomándole el pelo al poder. Y a su modo, sin conceptos rebuscados ni informes burocráticos, seguirán con esa necesaria fiscalización a los gobernantes. Los de Ecuador estarán en esa mira, porque el humor es infinito.