En mi circunstancia, en el sentido que Ortega y Gasset le daba al término, resulta innegable la impronta que han tenido acontecimientos tales como la Revolución de Octubre, la Guerra Civil española, el Holocausto, las guerras del 41 y del Cenepa, y la invasión a Iraq. De ahí que aquellos escritos relacionados con tales hechos tengan para mí una fascinación tal como que forman una buena parte de mis lecturas extraprofesionales y me significan visiones que quedan grabadas en el espejo del alma.
Conocía de la existencia de Vasili Grussman, judío soviético, quien por sus escritos murió en el ostracismo más atroz. Como no faltan buenos samaritanos en la tertulia de lectores que mantenemos, uno de ellos me proporcionó una de las obras de ese gran escritor. Se trata de “Todo fluye” (Galaxia Gutenberg, 2010).
Sobrecogedor el relato. Digo relato porque en aquella obrita, apenas 286 páginas, en formato de bolsillo, Grossman no hace otra cosa que referirse a lo que vio o le contaron personalmente las víctimas de un régimen político que trituró el alma y la conciencia tanto de opositores como de quienes fueron convertidos en verdugos.
Innumerables los que creyeron “que por primera vez en la historia se había construido una sociedad socialista, sin propiedad privada, y que para el socialismo era necesaria la dictadura del Estado”. Esa dictadura le supuso al pueblo soviético, disidentes y colaboradores, a vivir bajo el imperio del miedo. El miedo a las confesiones bajo tortura. Los delatores, inclusive familiares y amigos de toda la vida, quienes le oyeron decir algún cuestionamiento al sistema, al calor de unos tragos de vodka. Millones de obreros, campesinos, científicos e intelectuales, fueron a parar a esos campos siberianos de trabajos forzados, el “Archipiélago de Gulag”, de los que se salía destrozado, enajenado o sin ánimos para nada, como no ser que le dejaran vivir en paz. Como ‘todo fluye’ luego el Estado reconocería que los médicos judíos complotados habían declarado sus crímenes bajo tortura, al igual que Bujarin, Zinóviev, Kámanev y que a Maksim Gorki, novelista famoso, no le habían asesinado los enemigos del pueblo.
Desde luego que hubo disidentes que públicamente se enfrentaron a la ‘dictadura del proletariado’, eufemismo cínico de la nueva clase dominante: “Entonces Iván intervino en el auditorio contra la dictadura: declaró que la libertad era un bien igual a la vida misma, que la restricción de la libertad mutilaba a los hombres y que la destrucción de la libertad equivalía al asesinato”. ¿Cómo no explicarnos que el imperio soviético cayera como un castillo de naipes? ¿Cómo no llegar a la conclusión de que todo fluye y lo único que se mantiene en pie es la naturaleza humana? ¿Cómo no comprender que sin libertad no puede llegarse a la justicia social?