El debate sobre Wikileaks y los juicios sobre su fundador Julián Assange ha mostrado distintas dimensiones. Desde las denuncias que reafirman la perversidad del imperio, a la construcción de un personaje mítico, un Robin Hood posmoderno. Pero más allá de alimentar el cotilleo, este asunto tiene implicaciones en la forma como entendemos la democracia y las relaciones internacionales.
El principio que pone en juego la publicación de información a través del portal de Wikileaks es la posibilidad de transparentar el manejo de lo público y a través de ello fortalecer la democracia. Los primeros impactos ocasionados por las filtraciones de Wikileaks fueron causados por las imágenes de la guerra de Iraq; estas demostraban que la muerte de civiles y periodistas no era accidental, como se había reportado oficialmente. Los ciudadanos estadounidenses tenían derecho a saber cómo están actuando sus soldados en el exterior, en qué se están usando las armas pagadas con sus fondos públicos. Wikileaks transparentaba aquello que quería mantenerse oculto.
Posteriormente, la filtración de los cables del servicio exterior estadounidense puso al descubierto que las prácticas diplomáticas no han cambiado en siglos: el principal rol de embajadas y embajadores sigue siendo el de capturar información para sus gobiernos que les permita maniobrar políticamente en el ámbito internacional. Lo único que ha cambiado es el medio: ya no son los documentos lacrados transportados en la inviolable valija diplomática, sino cables transmitidos por una red supuestamente segura, pero que resultó vulnerable a las wikifiltraciones.
Wikileaks desmonta esa lógica y plantea una fuga hacia adelante de la tecnología respecto de la política; desnuda la forma de operar de la soberanía estatalista. Por un lado, transparenta algo que es evidente en la lógica de construcción de soberanía de los Estados nacionales; la ‘inteligencia’, como captura de información sobre los otros, a los que se asume como adversarios o como potenciales enemigos.
Al desnudar esta lógica, Wikileaks plantea la necesidad de una radical modificación del mismo concepto de soberanía; esta ya no puede entenderse como instrumento de anulación del otro; la complejidad contemporánea exige de otro tipo de aprestamientos políticos; sus principios ya no serán los de la elemental sobrevivencia, en una lógica de guerra interestatal en la cual un estado se afirme sobre el otro.
La fuga adelante de la tecnología sobre la política exige de esta un radical esfuerzo de actualización, un salto adelante hacia la construcción de una efectiva soberanía global, sustentada sobre la cooperación y la confianza más que sobre la sospecha y el cálculo.