La aletargada vida de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) supone la tentación de entregarse por entero a las comodidades de la inactividad, a la inacción apenas interrumpida por la avidez de la lectura, una especie de apuesta por la sumisión más absoluta a los placeres que ofrecen los libros. También implica haber escrito una obra de arte sin saberlo.
Sus mañanas, según cuentan sus biógrafos y cronistas, por lo general se ceñían a un bastante imaginable automatismo. Después de una puesta en pie temprano, el linajudo príncipe siciliano emprendía una larga caminata (a veces aliviada por los servicios de un bus) hacia una cafetería para desayunar, sin mayor apuro por supuesto. Después empezaban los periplos por las librerías de Palermo, a la busca de nuevo material para hartar su avidez por idiomas e ideas. La rutina, siempre circular, se circunscribía a las mismas cafeterías y a las mismas tiendas de libros. Lampedusa, las más de las veces, evitaba cualquier contacto humano más allá de lo rigurosamente ineludible. Se sabe, por ejemplo, que llevaba una especie de maleta que solía contener volúmenes de sus autores preferidos, mezclados con tortas, pastas y pasteles. En su famosa maleta no faltaba nunca una obra de Shakespeare, que actuaba como una suerte de contraveneno por si el aristócrata se encontraba con alguien desagradable en la calle. El resto de su día debe haber sido igual de lánguido.
Rutinas y prácticas aparte, resulta irónico que Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el lector contumaz y minucioso, el solitario y antigregario recalcitrante, no llegó a ver su obra maestra publicada (lo encontraron tieso en la cama de uno de sus primos en Roma, donde había ido a curarse de unos problemas respiratorios). Escrita en un inaudito intervalo de entusiasmo y actividad, el Gatopardo es -en resumen, una novela sobre el trasvase de clases sociales en la Sicilia de los mil ochocientos- la meticulosa pesquisa por los circuitos de la nostalgia y de las vicisitudes de la memoria, es decir la materia prima de la literatura. También resulta paradójico que tantas editoriales italianas la hayan rechazado en su tiempo (los años cincuenta del siglo pasado), fundamentalmente bajo la tacha de ser una obra añeja y antigua, ajena a las tendencias, y que ahora sea considerada una verdadera joya de las letras contemporáneas. Javier Marías, por ejemplo, la ha tildado hace pocas semanas como un trabajo esencial, cuyo eje son los actos preparatorios para la muerte. Y antes Vargas Llosa como “una de esas obras literarias que aparecen de tiempo en tiempo y que, a la vez que nos deslumbran, nos confunden, porque nos enfrentan al misterio de la genialidad artística”.