Varias características tuvo la ‘nueva’ izquierda ecuatoriana de los años 70. La postura crítica frente a las tesis y prácticas de los tradicionales Partidos como el Socialista y el Comunista (PC) considerados reformistas y muy oportunistas, o vistos como sucursales sumisas de Rusia o China, caso del PC y el Partido Comunista Marxista Leninista, PCMLE.
Por eso algunos sectores de aquella nueva izquierda emprendieron en la búsqueda de un sentido nacional y latinoamericano para su lucha. Fueron a la construcción de un proyecto inspirado en nuestras propias raíces históricas y culturales.
En su postura interpelante de los viejos partidos considerados traidores a los conceptos dialécticos y transformadores, decidieron retornar a las fuentes del marxismo: a Marx, Engels y Lenin. Seguramente por eso fue una izquierda que no creyó en el Estado. Pregonaba su eliminación. Creía en la sociedad, en el poder del pueblo, en su organización, movilización y participación. Tan era así que la consigna central de una de esas izquierdas más radicales decía: “Organizarse es comenzar a vencer”.
Pero la organización y participación debían realizarse a través de la toma de conciencia política de la realidad. Solo a través de ella podía efectivamente realizarse la transformación. El pueblo consciente y responsable tomando las riendas de su propio destino, sin intermediarios mesiánicos ni caudillos.
Por esto esa izquierda tuvo un profundo sentido pedagógico. Había que educar al pueblo para la lucha. Incluso la propia organización partidista estaba concebida como una escuela política. Las reuniones clandestinas eran generalmente de estudio y de planificación de la acción coordinadas por un ‘capacitador’.
Fue una izquierda joven con aciertos y errores, pero con un aporte singular y poderoso: la ética cultivada con esmero bajo la imagen del Che: el desprendimiento sin límites, la honradez acrisolada, la honestidad, el respeto a los demás y hacia sí mismo, la solidaridad, la sencillez, la bondad, el ningún oportunismo ni prepotencia. El tema central era luchar contra las estructuras vigentes a la par que se luchaba por ser mejores seres humanos, hijos, padres, estudiantes, profesionales, etc.
El revolucionario tenía que construir una nueva sociedad en base al ejemplo. Su vida como tal era la mejor propaganda política de la nueva sociedad. Por esto no podía andar con dobleces. Tenía que ser íntegro en público o en privado, en la casa o en la plaza, en todo lado. Este revolucionario se preparaba para la redención de los pobres y el establecimiento de la justicia. Su mejor ofrenda era su propia vida y estaba preparado para vivir sin riquezas, soportar la tortura o la muerte.
¿Cuánto queda de esta ética revolucionaria a la generación de los 70? Espero que mucho, sinceramente.