Esplendor del DF

Aquí, en México DF, todo es descomunal y estimulante. La ciudad es una colmena erizada de automóviles, comercios y gente pululando por todas partes. Un taxi me conduce de Polanco a Bellas Artes por un hervidero de calles y gentíos. Me apeo en una esquina para caminar hacia el Zócalo. En el trayecto tomo fotografías y dialogo con las personas. A pesar de vivir en una ciudad gigantesca, tan llena de extraños, no tienen problema en detenerse para hablar con otro desconocido más.

Algunas curiosidades llaman mi atención. Por ejemplo, en pleno centro, el gobierno de la ciudad instaló unas carpas enormes donde centenares de niños y jóvenes patinan en hielo o juegan con nieve artificial. Me acerco a curiosear y puedo ver a un grupo de infantes con cascos aparatosos, arrojándose puñaditos de hielo picado.

Muy cerca de allí, un racimo de personas empieza a crecer alrededor de un letrero algo mugriento que dice ‘Limpiadura mexicazteca’. Al pie del letrero, un hombre menudo que adorna su cabeza con una pluma clamorosamente desvaída oficia de ‘brujo’ para ofrecer salud y abundancia a sus clientes. Decenas de personas esperan pacientemente su turno. Cuando me acerco para tomar fotos, el personaje deja súbitamente su talante ensimismado y posa como para un póster de Coca-Cola.

Aprieto varias veces el obturador y sigo hasta el Palacio Nacional. Allí soy testigo de algo descomunal y estimulante: el mural ‘México a través de los siglos’, del pintor Diego Rivera. Haberlo visto antes, por Internet, es una experiencia inane y trivial en comparación con lo que uno siente cuando admira una obra de proporciones tan espectaculares.

Me refiero a un fresco de unos 200 metros cuadrados que cubre las tres paredes que rodean las escaleras principales de aquel recinto. La pintura relata -con imágenes de intensidad escalofriante- la historia de México, desde su época prehispánica hasta inicios del siglo pasado, tras la revolución de ese país.

Aparte de su indudable valor artístico, la obra de Rivera también es interesante porque retrata la pasión por la utopía que se había tomado México a inicios del siglo anterior. Todos los personajes que figuran en aquella pintura -Moctezuma, Cortés, Juárez, Marx, incluso Frida Kahlo y su hermana- tienen miradas fulgurantes, afiebradas, religiosas.

Ninguno de ellos dialoga ni mira a sus costados. Son rostros que están ahí defendiendo -sin concesiones- su verdad en la historia mexicana. Cuando un personaje se relaciona con otro es para oprimirle o despojarle.

Hago algunas fotos y me pregunto: ¿cuánto de ese talante revolucionario sobrevive ahora en la sociedad ecuatoriana?

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