Entre la neblina, el frío intenso y la ceniza de la mama Tungurahua, los vecinos que habitan en sus faldas se niegan a salir de sus dominios. Talvez es por costumbre, quizá porque nacieron junto al volcán o simplemente porque no conocen otra forma de vivir.
Es el caso de Lida Hernández, de 85 años y oriunda de Palictahua, cantón Penipe. Vive sola, aunque tiene cinco hijos y más de una docena de nietos. “Me iré cuando papito Dios y la mamita Tungurahua lo decidan“, murmura, al pasar por el nuevo puente sobre el río Puela, que reemplaza al que el volcán destruyó en la erupción del 2006.
“Los bramidos del volcán se vuelven cotidianos y hasta cierto punto se extrañan cuando se calla”, cuenta Serafín Rosero, mientras saca su ganado a pastar. Su esposa, Segunda Sánchez, recoge las pocas granadillas que quedan en su huerta en Bilbao, uno de los poblados más afectados desde que el volcán se reactivó hace casi 14 años.
Aunque el Gobierno ha ofrecido casas en lugares más seguros a algunos habitantes de las zonas en mayor riesgo, en los alrededores del volcán, muchos se resisten a salir. Los que lo hacen regresan al poco tiempo, como Adán Zumba, quien vive en Guso Grande de Guanando, y solo va a su casa en Guano para dormir cada sábado.
Estas historias se repiten en lugares como Puela, Juive, El Manzano, Cahuají, San José de Chazo, La Providencia o Palictahua.
Las viejas casas de adobe y madera que aún están en pie son el único refugio que aceptan sus dueños. En estos caseríos, el tiempo parece haberse detenido.
LAS FRASES:
“Como soy sordita, no importa. Ni le oigo al volcán”. Rosario Díaz, 85 años.
Moradora de Guso Grande, Guanando. “Nos llevaron a vivir a Pallatanga, pero no había tierra para trabajar”. Serafín Rosero, 70 años Morador de Bilbao
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