Sentada sobre una deteriorada banca de madera, mientras teje un par de guantes de lana que se exportarán a Italia y Japón, Gloria Chamorro llora en silencio.
Su envejecido rostro expresa mucha más edad que los 60 años que asegura haber cumplido hace poco.
Tiene ocho hijos y vive en una estrecha casa, oscura y de paredes enmohecidas.A pesar del intenso frío de este pueblo ubicado a 3 550 metros de altura, Gloria teje afuera, en un espacio entre la puerta y la calle, para ganar algo de la poca luz natural que se filtra entre las densas nubes que cubren Salinas, parroquia guarandeña rodeada de prados y montañas.
En un mes teje 10 pares de guantes, dos o tres suéteres y cinco pares de sereneras (calcetines para enfrentar el frío nocturno).
Prefiere no contar a qué se deben sus lágrimas. Y no es necesario insistir: basta acercarse un poco a las múltiples carencias que enfrenta para sobrevivir.
No recibe un salario fijo. Obtiene una suma cada mes según la cantidad de productos que entregue al centro de exportaciones del Grupo El Salinerito.
A 20 metros de la casa de Gloria, en una esquina de la empinada y sinuosa calle Las Tomabelas, está la fábrica de balones.
Un flamante letrero de baldosas blancas y celestes, empotrado sobre la pared externa, da la bienvenida a los visitantes.
Pero adentro predomina la oscuridad. Marta Cadena, de 28 años y soltera, trabaja bajo una tenue luz artificial en medio de una densa atmósfera con olor a plástico y pegamento.
Con ágiles movimientos de sus manos, Marta envuelve en seda sintética las pelotas de caucho.
Gana USD 10 al día y le parece un buen sueldo: seis años atrás trabajaba como empleada doméstica y el dinero que recibía era mucho menor.
En el centro de la parroquia, junto a la iglesia y frente a un amplio espacio encementado donde los pobladores salineros juegan ecuavóley e indorfútbol, está el centro de acopio.
En el segundo piso de una descuidada estructura de ladrillo y madera, el centro recibe a turistas y clientes que llegan en busca de los legendarios quesos, los chocolates, la ropa tejida a mano, las hierbas medicinales…
Anita López, una mujer de 52 años y madre de cinco hijos, atiende allí como voluntaria.
Con gestos amables pregunta a los visitantes qué desean, qué buscan, cómo puede ayudarlos.
Mientras ordena los estantes, es inevitable observar el rostro de Anita y compararlo con el de Gloria , la tejedora de guantes.
Anita y Gloria, madres de muchos hijos, son mujeres a quienes la vejez y las enfermedades les llegaron con anticipación.
Ambas han vivido largos años bajo condiciones extremas, mala alimentación, salud descuidada y una herencia de miseria.
A 500 metros de allí, por un sendero turístico sin mantenimiento, se llega al pequeño santuario de la Virgen de Agua Sal.
Dos estatuas de bronce definen aquella herencia: un hombre arrodillado, cargando una vasija llena de sal húmeda, implora a la Virgen que ponga fin a la explotación.
En tiempos coloniales, la sal que producían estas minas se cargaba sobre las espaldas de los indígenas y se llevaba a Guayas. A cambio se entregaba oro, que volvía a los dueños de las minas.
Pero aquella enorme riqueza no se quedó aquí: sobre esos ingresos se levantaron grandes haciendas y millonarias inversiones en las grandes ciudades.
Acá, como expresan los rostros de Anita, Gloria y Marta, solo quedó el peso de esa historia.