Nora Salavarría rezó y veló dos veces a su suegro. Cuando falleció, hace 34 años, y al desenterrarlo de su tumba. La primera fue en una vivienda antigua, en Platanales, en la campiña manabita. Era una casa de madera sencilla, rústica y endeble como el féretro donde fue sepultado.
Sus amigos y familiares lo acompañaron en la capilla ardiente y especularon durante horas sobre la causa de su muerte. Fue imposible conseguir un médico que viajara en caballo cuatro horas, entre caminos lodosos y rodeados de vegetación, para practicarle una necropsia.
Al final eso no importó demasiado. Para los pobladores de esa época morir era tan natural como nacer. Había luto por la pérdida, pero no tragedia, llanto, desesperación… Una peculiaridad de esta zona. La mayoría de personas fallecía luego de los 70 años y tras cumplir con su principal sueño: tener tierra propia para sembrar.
Su cadáver fue llevado al cementerio de Guabillo, en el cantón Chone. Allá reposan los muertos de las familias que vivían en el sector Río Grande. El camposanto estaba en una zona alta, en medio de una elevación montañosa. En verano se llegaba caminando, con el féretro cargado en los hombros. En invierno, la mula hacía las veces de carroza.
Ahora solo se puede arribar en canoa porque el río Grande, que está a pocos metros, hizo honor a su nombre con el paso de los años y ha devorado la tierra. Con las lluvias invernales, el Guabillo se convierte en una laguna con pálidas cruces de cemento que sobresalen entre el agua verdosa.
Las garzas aprovechan para posarse encima. Sus patas apenas cubren unos puntos rojos marcados con aerosol en la punta de las cruces. Permanecen vigilantes hasta que parte del río desbordado es absorbido por la tierra arcillosa. Esta filtración ha evitado que el cementerio quede sumergido.
En 1998, cuando se produjo el fenómeno de El Niño y se desbordó el afluente, los muertos salieron de sus tumbas. Una bóveda incluso navegó río abajo como un barco que llevaba, a manera de mástil, un ángel tallado en piedra.
La barca fúnebre desató un mito: la fallecida, que fue sepultada en esa bóveda, había dicho cuando estaba viva que no quería ir a ese cementerio y sus hijos no la escucharon. Por eso mandó las lluvias.
Para el canoero Jesús Cedeño esa leyenda cobró vida las últimas semanas: 200 cadáveres fueron desenterrados del cementerio de Guabillo, para evitar que vuelva a pasar lo de 1998, pero esta vez por una represa que se construye en el sitio. Es parte del Proyecto Multipropósito Chone. Cinco cementerios quedarán bajo el agua, cuando la obra termine.
Senagua, encargada del proyecto, hizo un contrato con una firma especializada de servicios exequiales. Esa empresa trasladará a los cadáveres, construirá una nueva necrópolis y obtendrá los permisos sanitarios y municipales para desenterrar los cuerpos, sin costo para los deudos. Eso se espera concretar en mayo.
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Mientras, para evitar inundaciones, el caudal del río ha sido aplacado con una ataguía y un túnel. Wilson Mendoza, subsecretario de Senagua, insiste en que es solo un rumor que el río se está embalsando e inundará las tumbas.
Pero a los pobladores aún les cuesta confiar. Cada vez que Cedeño pasa en sus recorridos por el río, mira a personas cavando en el cementerio.
Él ha tenido que ayudar a cargar los sacos o los cartones con las osamentas a la canoa. José Macías lo ocupó para llevar a su padre. Sus huesos ahora están en El Carmen, en un nuevo cementerio lejos del agua. Pagó a un jornalero para que lo desenterrara, en diciembre de 2013.
En ese mes W. Moreira también desenterró a familiares. Entre abuelos, primos y hermanos, ya suman 15. Sus tres hermanos lo ayudaron a cavar con picos y palas. Se turnaron para sortear el cansancio y el calor del trópico. Acomodaron la tierra en un montículo, a un costado, sobre otra tumba.
Luego de cinco horas pudieron ver el ataúd -o lo que quedaba-. Estaba corroído, con insectos entre los orificios de la madera y las bisagras oxidadas. No podían cargarlo porque iba a desfondarse.
Abrieron el féretro y encontraron al abuelo; el cráneo intacto, los huesos de la columna y las piernas completos, aunque frágiles y a punto romperse. Lo habían enterrado hace más de 67 años. El ataúd fue quemado y el abuelo fue a otro cementerio de Chone. Se salvó de las lluvias.
Su tumba no alcanzó a ser marcada con la macha roja de aerosol. Es la evidencia del censo que las autoridades hicieron para determinar cuántas tumbas existían, cuántas se profanaron (16) y cuántas debían ser reubicadas (800), con la construcción de la represa.
Salavarría no pudo esperar. Jura que su suegro le habló en sueños y le pidió que lo sacara de su tumba. Por eso ella fue a rescatarlo con la ayuda de dos hijos, en el 2012. Fue una de las primeras en hacerlo.
Las tumbas profanadas ahora lucen con orificios rectangulares llenos de agua, las cruces rotas, las lápidas incrustadas en el fango y con las inscripciones a penas visibles: “Nació el 18 de agosto de 1948 y murió el 22 de marzo de 1975”.
Los hijos de Salavarría cavaron dos metros de una capa de lodo para encontrar al abuelo. Aprovechar la jornada de trabajo para desenterrar también a un cuñado, su suegra y una hijastra que falleció cuando aún era pequeña. Los huesos de su suegra estaban enteros, aún forrados con el vestido blanco que le pusieron el día de su entierro.
Al verla, Salavarría sintió que su ánima apareció enfrente, como si aún estuviera viva. Le rezó para que desapareciera. Luego sus restos fueron colocados en costales. Los trasladaron a su nueva casa, en el centro del cantón Chone y ahí fue su segunda velación, junto a los restos del suegro.
Arrumó los huesos en una mesa de madera que está en el centro del patio y sobre el piso de tierra. Colocó velas alrededor y ella estuvo dos días orando en una reunión íntima; sin invitados ni allegados. Diciéndole a sus fallecidos que ya no tenían por qué temer al invierno, que iban a ser enterrados en otro cementerio; más bonito, lleno de flores en la tumba, en lugar de lodo.
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