En los últimos nueve años, el discurso oficial se apuntaló en el cambio de modelo económico, en donde el rol del Estado, desde la perspectiva teórica o académica, tiene (o tenía) un papel más protagónico en el desempeño del país. Con el propósito de impulsar una nueva agenda y olvidar esa ‘larga noche neoliberal’, los cambios arrancaron con una nueva Constitución que otorga más facultades al Ejecutivo. Y, a través de otras entidades estatales, ese nuevo modelo tomó fuerza.
A la par y en medio de una bonanza económica, por los buenos precios del petróleo, se configuró el escenario ideal para minimizar aquellas acciones que no van (o no iban) con la visión revolucionaria: rechazo a los tratados comerciales, desacuerdo total con la privatización de las empresas públicas, descrédito a los organismos multilaterales, desprecio al sector privado, deuda ilegítima, etcétera.
En la época de los buenos precios del petróleo y con más dinero en los bolsillos, el modelo económico del Gobierno era próspero: se multiplicó la presencia del Estado a través de ministerios y secretarías, y también se alcanzaron indicadores positivos, principalmente en la reducción de la pobreza o una infraestructura vial. Con esos resultados, fue el momento adecuado para mostrar al mundo el ‘milagro ecuatoriano’.
Pero con la caída del precio del petróleo y un abultado gasto corriente, comenzaron los problemas y vinieron los ajustes: medidas creativas que se han sintetizado en el alza de impuestos y en un mayor endeudamiento público. Todo eso, sin contar con los efectos que provoca en la economía el terremoto.
Con esta nueva realidad, en el discurso oficial no se escuchan descalificativos contra los acuerdos comerciales, tampoco son malos los multilaterales, el aumento de impuestos es necesario por la salud; además, es importante abrirse al sector privado y mucho mejor si este compra los activos estatales para aliviar los problemas de liquidez. Gracias a todo esto ahora podremos salir de la crisis.