En pocos días se cumplirá una década desde que, acosado por la crisis económica y por las denuncias de Fernando Aspiazu de haber aportado 3 millones de dólares a su campaña electoral, el gobierno del presidente Jamil Mahuad adoptaba el dólar como moneda de circulación en el Ecuador. La medida provocó una fuerte conmoción. Muchos analistas, en ese entonces, fueron duros críticos en contra de esa decisión. No era la mejor solución, pero ante la permanente inestabilidad que vivía el país con una devaluación que había llevado el tipo de cambio de 25 sucres en que se encontraba al inicio de la etapa democrática a 11 500 sucres a finales de los noventa, la medida reconocía lo que sucedía en parte de la economía: el sistema se había dolarizado de hecho y las transacciones, por seguridad de los contratantes, se transaban en dólares. Poco a poco el sistema fue mostrando sus ventajas: al contar el consumidor con moneda fuerte los bancos empezaron a otorgar créditos a plazos más largos, lo que trajo como resultado un inesperado crecimiento de la oferta inmobiliaria. La clase media al fin tenía la posibilidad de financiar vivienda propia. Las empresas igualmente podían pensar en proyectos a mediano plazo sin temor a que la devaluación erosionara el valor de sus inversiones.
Todo esto permitió que el país se recupere en un tiempo relativamente breve de la que fue quizás la mayor crisis económica de su historia. En cinco años el PIB se duplicaba; y, al terminar esta década es dos veces mayor al valor que se registraba en el año inmediato anterior al de la crisis. Es preciso aclarar que no sólo la dolarización trajo estos resultados, hay que tomar en cuenta que en esa misma década hubo un incremento de la producción petrolera en alrededor del 25% y, los últimos tres años, el promedio del valor del barril del crudo se ha acercado a los 70 dólares.
A más de lo anterior, el sistema por el momento ha impedido lo que fue práctica común en gobiernos anteriores, que ante las dificultades económicas recurrían a la emisión inorgánica para satisfacer las necesidades de gasto de las administraciones de turno. Ahora no es posible, salvo que en algún momento se decidiera implementar otros medios de pago, lo que significaría el principio del fin del sistema con consecuencias inimaginables.
Todo ello hace pensar que, por el momento, la dolarización se halla firme pese a que no sea del gusto de todos. Muy difícilmente la población aceptaría volver a los tiempos de incertidumbre de los 80 y 90.
Más bien debería ser tarea de todos fortalecer el sistema a fin de que los resultados positivos se sigan multiplicando. Pero para eso es necesario brindar confianza a los actores económicos, no sólo con discursos sino a través de acciones que en forma inequívoca transmitan el mensaje que el sistema no está amenazado.