Hay dos argumentos por los cuales el llamado del Gobierno a un diálogo por la equidad y la justicia social despierta muchas suspicacias y muy pocas expectativas.
El primero es que esta necesidad de debate social responde más a una estrategia de supervivencia política que a la grandeza propia de los estadistas. Si el Ejecutivo define los qués, los cómos y los cuándos, así como con quiénes dialogar, será la agenda oficial la que se imponga y las próximas jornadas de conversación terminarán en costosas piezas comunicacionales encaminadas a fortalecer la propaganda oficial. Nada más.
El segundo argumento tiene que ver con la dificultad de encaminar un proceso genuino de debate social por fuera de la arquitectura institucional de un Estado. La Asamblea Nacional, argumentando la mayoría absoluta de sus votos, ha impuesto la visión política de una sola persona -el Presidente de la República- y no ha generado un solo espacio de consenso con las minorías y oposiciones, ¿qué garantías hay de que el diálogo que impulsa la Senplades tendrá otro talante?
La historia señala que los procesos de diálogo emprendidos por los gobiernos, desde la época de Fabián Alarcón, terminaron en una ola de frustraciones y no calmaron la agitación social. Las mesas de diálogo son sinónimo de gobiernos debilitados, porque demuestran que las instituciones que debieran conducir el debate político, como es el Parlamento, no estuvieron a la altura.
El llamado del Gobierno es más bien una apuesta demagógica y se muestra como la necesidad de mantener al país en calma hasta el 2017, más allá de que el Presidente tenga ahora sí que evaluar la pertinencia o no de lanzarse a la reelección.
Es muy poco lo que, en materia de garantías democráticas, puede ofrecer a una ciudadanía que ha palpado de cerca su control total. Quizás el único compromiso que podría firmar, si es que insiste en las leyes de la herencia y plusvalía, es que les retire el carácter de urgente y que el Parlamento debata más.