El 31 de julio, la entidad se comunicó por primera vez con Pablo, para confirmar su identidad. Foto: Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD)
Pensaban que estaba muerto. La última vez que lo vieron, a finales de 1985, tenía 25 años. Era un hombre alto y acuerpado, con el vigor de quienes nacen y crecen en el campo, con esa fuerza que se construye labrando la tierra y que algunos querían utilizar como mano de obra para la guerra. Por eso huyó. Un grupo guerrillero, que ya había matado a uno de sus cuñados, quería reclutarlo en sus filas, y prefirió dejar su casa y a su familia que permitirlo.
“Yo no nací para eso; a mí me gusta mi libertad. Yo por la buena no me iba a ir por allá”, dice Pablo, nombre protegido, que ahora tiene 60 años. Al fondo se escucha a su esposa. Queda menos de media hora para que un carro llegue a recoger a la pareja y a sus tres hijos. El destino del viaje –que tomará casi ocho horas– es Arauca, y el motivo lleva 35 años esperando consumarse: Pablo se reencontrará con su familia.
Lo primero que advierten sobre él es que habla poco. Cuando lo hace, se le siente el acento rural de los llaneros, y dice que entre lo que conserva desde chico es el gusto por la música de su tierra, por el harpa, la bandola y las maracas. Pasa sus días arriando ganado o en una finca pequeña de su propiedad, donde siembra yuca, plátano y maíz. Su piel tiene ese color moreno que dejan los años de trabajo bajo el rayo del sol, y se pone alpargatas, sombrero de ala ancha y un poncho blanco terciado en las fechas especiales. Ese es Pablo ahora.
Si hubiera regresado a buscar a su papá y a sus nueve hermanos en los años siguientes a su huida, no habría encontrado más que las paredes en madera de la casa, ya carcomidas. En agosto de 1986, apenas nueve meses después de que se fue, su padre murió. En los próximos tres años, la violencia obligó a salir de esa tierra a todos sus hermanos.
María lo recuerda bien. Fue la última en irse de la región y sabía que si no lo hacía, la podían matar junto con su esposo y llevarse a sus hijos. El día que lo decidió, estaba en culto con unas 25 personas de su congregación evangélica. Tres hombres armados llegaron al sitio, los encañonaron y, con lista en mano, empezaron a nombrar a quienes serían sus próximas víctimas.
“No le habíamos hecho el mal a nadie, pero tuvimos que desplazarnos. Allá dejamos todo. La vida de uno vale más que la casita o los animales”, dice María.
Para esa misma época, Pablo comenzaba a organizarse después de algunos años de andariego. Primero llegó a Villavicencio. Eran finales de la década del 80 y el oriente del país estaba inundado en cultivos de hoja de coca.
Comenzó a trabajar como raspachín, y le ofrecieron irse al Guaviare, donde conoció a su esposa y tuvo sus primeros dos hijos, que hoy tienen 25 y 14 años.
Aunque todos sus hermanos fueron desplazados, pronto establecieron contacto entre ellos. No había celulares, pero cuando instalaron los teléfonos públicos –esos que funcionaban introduciéndoles monedas– empezaron a comunicarse.
Pero Pablo nunca llamó, nunca volvió al lugar del que se fue. “Cuando uno está joven, le gusta caminar, conocer, pero yo pensaba todos los días de esta vida en irlos a buscar, sino que uno es como descuidado”, cuenta.
Llegaron noticias de que había muerto. Al principio, María dudaba si creerlo o no. Ya le habían dicho que habían visto a Pablo en Villavicencio, que estaba un lado y en otro, pero nunca lo pudieron comprobar. Cuando los años se volvieron décadas, empezó a pensar que el rumor era cierto.
“Yo lo hacía muerto. Ya ni siquiera lo recordaba bien. Pudo haberme pasado por el lado sin que yo lo reconociera, porque había pasado mucho tiempo. Pero yo quería que nos lo ayudaran a buscar, fuera vivo o muerto”, dice María, quien durante 34 años no denunció la desaparición de su hermano, por temor. En la región en la que vive siguen operando varios grupos armados, incluyendo al que persiguió y desplazó a su familia.
“Como en el contexto de esta zona sigue la presencia del conflicto armado, esto intimida a las personas acudir a la institucionalidad”, explica Luz Marina Monzón, directora de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), una entidad humanitaria y extrajudicial, creada con el acuerdo de paz, que tiene la tarea de encontrar a al menos 120.000 personas de las que se perdió el rastro por cuenta de la guerra.
En el caso de Pablo, aunque había una pista clave de su paradero, su familia no se atrevió a llevarla a ninguna autoridad. En 2006, a María le dijeron que su hermano había sacado la cédula en un municipio de Casanare que, de hecho, ella visitaba de vez en cuando. Solo hasta enero de 2020, uno de sus hijos, que conoció el trabajo de la UBPD, la convenció de ir y pedir que les ayudaran a encontrar a su familiar.
Pablo se había ido del Guaviare a Casanare por la misma razón que cuando se separó de su familia hace 35 años: la violencia. “Allá uno no podía vivir. A toda hora habían enfrentamientos del Ejército con esos grupos. No se podía vender la tierra porque nadie compraba, todo el mundo se iba. Lo perdimos todo. Nos desplazaron”, cuenta el hombre, quien tuvo que escapar con su hija menor todavía en brazos.
El pueblo al que llegaron estaba mucho más cerca del lugar donde nació. Eran menos de 350 kilómetros y, aunque su esposa le dijo varias veces que fueran a buscar a su familia, el plan se quedó en palabras. “Yo no había tenido noticia de ellos. Alguna vez me ayudaron a buscarlos por las redes, por Facebook, pero como había pasado tanto tiempo, ya no me acordaba de ellos. Uno hasta se olvida de los nombres”, recuerda Pablo.
Esa tarea de búsqueda sin resultados fue lograda por la UBPD en menos de un año. Luz Marina Monzón cuenta que, luego de la solicitud de los familiares –quienes solo tenían el registro civil de Pablo–, la Unidad comenzó a pisar información, a consultar fuentes como la Unidad para las Víctimas, los registros de servicios públicos y de salud, hasta que establecieron que estaba vivo y su lugar de residencia.
El 31 de julio, la entidad se comunicó por primera vez con Pablo, para confirmar su identidad. “Yo hasta iba a colgar el teléfono, porque se me hizo raro que me preguntaran tanto, hasta que ya me dijeron todo. Eso fue muy emocionante. Ellos saben cómo lo buscan a uno”, dice Pablo, y se ríe de la desconfianza que le generó la llamada.
“Metodológicamente, tenemos varias reuniones, diálogos, tanto con la persona que identificamos como quien el ser querido que la está buscando. Ahí vamos explorando cuál es la expectativa y cuáles son las condiciones en que están para reencontrarse. Después de 35 años, es toda una vida, es volver a conocer a una persona con la que se perdió absolutamente el contacto”, cuenta Monzón.
El primer encuentro de Pablo con su familia fue a través de una videollamada. A Pablo le sorprendió que su familia lo buscara después de tres décadas, encontrarse a través de la pantalla con esos rostros ya olvidados lo dejó perplejo: “Usted sabe que uno cambia mucho después de viejo. Mis hermanas ya están puras ancianas”.
Para Monzón, que ha conocido el drama de la desaparición, el reencuentro de una familia es apenas un paso para cerrar una vena que el conflicto abrió en Colombia: “Hay miles de personas que viven en el sufrimiento. Se les ha dejado solas en una tarea tan dolorosa, larga e incierta como es la búsqueda de un ser querido. Buscar a los desaparecidos es hacerse cargo de una deuda histórica, pero, a la vez, poder conocer cuál es la realidad de este país en relación con este dolor que se les ha causado a las víctimas”.
El domingo 29 de noviembre fue el día de saldar esa deuda con esta familia. La propia UBPD coordino todo para que Pablo, su esposa y sus tres hijos viajaran de nuevo a Arauca y pudieran ver, personalmente, a los parientes que el conflicto les negó la posibilidad de tener.
“Yo no me puedo explicar cómo hicieron ese trabajo tan bien hecho y tan ligero. Empezamos en enero y hace meses que supimos de mi hermano y ya hoy nos pudimos ver cara a cara”, dijo María después del encuentro, a la vez que agradeció a la UBPD por ayudarle a encontrar a su hermano.
Pablo reafirmó su imagen de la videollamada: “Uno cuando joven es elegante y hermoso, pero ya después de viejo pasa como con los árboles cuando se marchitan: se caen. Mis hermanas me andaban buscando y ya me encontraron. Mi familia y yo estamos muy contentos”.
A la sombra del reencuentro quedó la niebla de la violencia que los separó hace más de tres décadas y que todavía sigue desatada en la región. Pablo se enteró de que al menor de sus hermanos lo asesinó la guerrilla en el año 2000 y, ahora, cuando por fin pudo volver a ver al resto, espera que la situación les permita recuperar el tiempo perdido.