El derecho a equivocarme

Sí, el derecho a elegir y a equivocarme. El derecho a asumir mi responsabilidad, a no obedecer a los dogmáticos. El derecho a no ceder a las consignas. El derecho a discrepar, a atreverme por caminos distintos a los que impone el Estado, la sociedad y las falsas autoridades de la moral, la política o la religión. En suma, el derecho a ser por mi cuenta, a no ser producto de la serie ni desecho del sistema. El derecho, lectores, a decir lo que pienso, sin miedos ni complejos, a ejercer la altanería frente a los sacerdotes del ritual ideológico de todos los signos.

Pocos están dispuestos a asumir el derecho a elegir y el riesgo de equivocarse. La mayoría prefiere el cómodo refugio de los dogmas, el amparo de las órdenes, la excusa de la sumisión. Escasos son los que eligen salir del rebaño, contradecir al sabio, asumir el descampado de la libertad. “Intelectuales” hay que venden su misión por un plato de las lentejas burocráticas, por salir en la foto con los elegidos. Casi no hay empresarios que renuncien al acomodo y a la ventaja del silencio, y que asuman la tarea de defender los principios de la libertad de empresa. Mínimo es el grupo de los académicos que hacen de la cátedra el diario homenaje a lo que les dicta su conciencia, y que se atreven a desmentir al poder, y a decir simplemente la verdad. Casi extinta está la clase de hombres que se atreven a mantenerse contra la marea del pensamiento dominante. Casi ya no hay esos seres que prefieren el aislamiento a la abdicación: es más fácil ser del montón, alabar a los jefes, cantar los himnos y salir a los desfiles. Es más fácil estar ‘in’, que optar por lo ‘políticamente incorrecto’, es decir, por ejercer la dignidad que encierra la discrepancia.

Desde el conservadurismo, hasta el socialismo extremo, desde el populismo sin doctrina, hasta el simple cinismo político, todos esos ‘ismos’ terminan en sistemas construidos para convertir a la gente en rebaños de sumisos, para menoscabar las libertades, inocular miedos al pecado político, pavor a la disidencia, susto a la posibilidad de estar solos en la trinchera.

Los unos explotan el infierno de pecados y demonios religiosos, de esos que están en cuadro de la compañía; los otros apuntan al temor político que nace del infierno de la descalificación, del miedo a ser considerado gusano o traidor o antipatria.

Hoy, en pleno “ascenso de la insignificancia”, resulta difícil -y para muchos será extraño-, hablar del sentido del deber con uno mismo.

Mas, si se trata de rescatar la dignidad, es inevitable hablar de la obligación de ser cada uno, individual, intransferible, soberano.

En vista de la degradación general que presenciamos, es inevitable tocar la tarea de ser libre y luchar contra todo lo que conspire contra el lujo que solo tenemos las personas de elegir, y acertar, o ' de equivocarnos, si es el caso.

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