El relato del ataque al complejo de Osama Bin Laden en Abbotabad, Pakistán, del New York Times es particularmente revelador. Primero, sobre las obsesiones del ex presidente Bush con Iraq, tantas como para dejar a la división de la CIA que se encargaba del hombre más peligroso del planeta, en plena desbandada. Segundo, sólo cuando Obama y su equipo reformaron esa división tuvieron algunas pistas importantes. La más importante de ellas ocurrió apenas el año pasado: descubrieron al courier que servía a Bin Laden y pusieron más hombres sobre el terreno. Tercero, Pakistán, un país aliado, había amparado a su mayor enemigo, ya sea por desidia, complicidad o simplemente alienación. Osama había vivido tranquilamente por cinco años en uno de los barrios más exclusivos de la periferia de Islamabad, a pocas cuadras de la más prestigiosa academia militar paquistaní. No podían confiar en hacer una operación conjunta. La mayor potencia del mundo tuvo que esperar casi 10 años antes de capturar a su mayor enemigo.
Su muerte tiene un significado totalmente distinto para los estadounidenses y para los habitantes del Medio Oriente. Para los estadounidenses, esto significa justicia, el fin de su agonía e impotencia. Obama comprendió el momento simbólico y propició el ritual. El gran Edward Said nunca pudo estar más acertado que en estos momentos: EE.UU. estaba enterrando el símbolo mismo de sus miedos frente a lo desconocido, su simplificación de todo lo que es y no es Oriente Medio en su imaginario.
Pero la realidad es otra en el Golfo Pérsico y la Península Arábiga. Bin Laden ya no levantaba sino desprecio entre la gente común en Medio Oriente, como bien señala Robert Fisk, el único periodista que llegó a entrevistar al guerrero terrible. Oriente Medio demostró ser no una sino múltiples sociedades a las que Occidente se niega a conocer. Y está viviendo su propio proceso de liberación de amenazas más cercanas: pobreza, represión, violencia.
EE.UU. tiene ahora una oportunidad de oro para corregir sus errores y para hacer política exterior en Medio Oriente con su Constitución de 1787 y no con el Código de Hammurabi. Es hora de retirarse de Afganistán y de Iraq. Y sobre todo de dejar de bombardear Pakistán todos los días con sus drones. Este sólo hecho pudo haber sido el causante de que el Gobierno paquistano se haga de la vista gorda con Osama, por los abusos de todos estos años. Si no cambian su estrategia, Osama se convertirá en un mártir y su casa en Abbotabad será un santuario donde cada día se consagren nuevos jihadistas. Peter Bergen y Paúl Cruickshank demostraron en un estudio que los jihadistas se han multiplicado por siete en los últimos 10 años, principalmente tras la ocupación de Iraq y Afganistán. La política estadounidense en Medio Oriente, y no Osama, fue la que creó este monstruo de siete cabezas. Por su propio bien, EE.UU. necesita cambiar.