Redacción Quito
Los recién llegados funcionarios de la Corona española le dieron el primer nombre a la calle de La Corte, en el Quito colonial. Esta vía que nace, al sur, en la antigua quebrada de Jerusalén (avenida 24 de Mayo), hoy se la conoce como la calle Cuenca.
Actualmente, una cuadra de añejas casas – donde atienden un par de consignaciones y fondas- antecede a la iglesia de Santa Clara. Al pasar por la intersección de la Cuenca y Rocafuerte, los portales multicolores de locales como los de Milton Reinoso y Jenny Mogollón matizan los pálidos enlucidos de la mayoría de fachadas antes de llegar a la plaza de San Francisco.
Desde inicios de los ochenta, las piñatas y artículos de fiesta se tomaron este sector. En la tienda de Mogollón incluso se pueden encontrar los tradicionales turrones y colaciones.
Frente a la Iglesia de San Francisco, la plaza interrumpe por unos metros la continuidad de la Cuenca. El pasado martes dos niños que jugaban en la plaza correteaban a las palomas, que levantaron vuelo para posarse en los tejados de las viejas casas.
Una de estas, en la Bolívar y Cuenca, es la casa de Gangotena. Una construcción neoclásica que está en restauración y que pronto será un lujoso hotel.
Bajo el atrio de la iglesia, en el extremo sur, Ivone Villalba conversaba con una amiga, mientras esperaba que algunos fieles católicos o turistas se acercaran a su puesto de venta de estampas, velas e imágenes religiosas. “Antes vendíamos en los quioscos que teníamos en la plaza”.
Incluso desde la Colonia en el lugar se asentó un mercado de intercambio de productos o tianguez, así lo explicó Pablo Rodríguez, administrador del museo del convento de San Francisco.
En el interior del monasterio franciscano se guardan importantes obras de los artistas de la Escuela Quiteña, así como historias reescritas en el tiempo por la creencia popular.
Un ejemplo de eso es la leyenda del indígena de apellido Cantuña, quien entregó su alma al diablo a cambio de terminar la construcción del atrio de San Francisco. El obrero pudo salvar su alma porque al atrio le faltó una piedra. Rodríguez contó que eso es parte de las creencias populares. Sin embargo, en el centro de la plaza, Villalba mostró, lo que según ella, es la piedra que supuestamente le falta al atrio.
Hacia la calle Chile, la vía luce despejada. Eso desde que el Cabildo reubicó a los cientos de comerciantes que hasta antes de 2003 ocupaban la Cuenca.
Ahora, ellos están instalados en el edificio donde antes funcionaba el cine Granada. Aunque Margarita Cuñez aseguró que ahora ya no tienen que preocuparse por los robos y las inclemencias del clima, también admitió que las ventas han decaído. “Cuando teníamos los negocios en la calle vendíamos mejor”.
A la iglesia de La Merced acude frecuentemente Ana María Erazo. El templo está en la esquina de la Cuenca y Chile. Erazo vive en La Ofelia pero va al templo porque “está el Señor de la Justicia, a quien le tengo mucha fe”.
En los negocios del sector, los comerciantes hacen lo posible por seguir viviendo de sus ventas. Ese es el caso de Roberto Ordóñez, un cuencano que no se ha despegado mucho de su tierra natal aunque sea solo por la nomenclatura de la calle, donde se dedica a la fabricación de joyas y reparación de relojes.
Su vecina, Adriana Guerrón, otra cuencana de nacimiento, también administra un restaurante en la calle Cuenca. Ellos aseguraron que la imagen de esta calle ha mejorado desde las reformas en el Centro Histórico, aunque admiten que desde entonces los clientes llegan en menor número a sus negocios.
Entre las iglesias y negocios, en la Cuenca también se ubica el colegio Simón Bolívar, donde aún se conserva la habitación donde vivió el Hermano Miguel. A partir de la Olmedo, la calle Cuenca asciende hasta perderse en la entrada a San Juan.