Pablo Fiallos
Redacción Siete Días
Camina con pasos muy cortos y lentos. Su mirada, perdida bajo su sombrero, se levanta y mira inquieta hacia el horizonte, como buscando algo que nunca puede encontrar.
“La gente habla alrededor mío, critica, murmura… Solo me andan diciendo loco, pero yo nunca he estado loco en la vida”
Fausto, pintorCamina con bolsas llenas de secretos y con un inseparable banquito de plástico azul, que le sirve para descansar cuando el cansancio lo atrapa en cualquier esquina de Quito.
Fausto camina… lleva un pantalón a cuadros y decenas de camisas floreadas, puestas una sobre otra. Los mechones de su largo cabello sobresalen por la parte de atrás de su gorro.
El artista de la calle cruza la ciudad como si él fuera una estampa fantasmagórica anacrónica. Perdido en el tiempo, pareciera flotar en medio de una urbe rodeada de templos, iglesias y conventos. Su imagen recuerda a la de los pintores renancentistas, signados por un talento maldito que linda entre el talento y la locura.
En una de sus manos, sus cuadros, pintados con esferográfico. Y en la otra, un gran cartel blanco que lleva escrito un mensaje: ‘No se puede vivir de la gente’. ¿Por qué? “Porque no se puede esperar nada de ella. Hay que vivir del trabajo y con Dios”, sentencia.
Fausto dibuja lo que ha escuchado sobre Jesús y lo que ha podido ver en la televisión o en las estampitas que ha conseguido y que recrean los pasajes más memorables de su vida. Pero más usa las imágenes que le llegan a su cabeza, con Cristo de protagonista: la resurrección, los milagros y su paso por la Tierra.
Uno de sus carteles decía ‘La gente es mala’ y hace tres años en San Francisco llamó la atención del artista visual Tarik Núñez. Él hizo un trabajo de seguimiento de Fausto y presentó una instalación en el Salón de Arte Contemporáneo de EL COMERCIO.
“Me interesó realizar un rescate de los imaginarios de Quito. Busco valor humanos anónimos y trato de visibilizarlos. Y eso fue lo que traté de hacer con Fausto”.
Este artista anónimo deambula por el Centro Histórico de Quito, por el parque El Ejido o por las calles aledañas al colegio Mejía… Y duerme afuera de la Basílica.
Su caminar revela tristeza y su mirada busca esperanza. Él sube las gradas en un ascenso interminable y al llegar a la cumbre del tradicional colegio quiteño se sienta y se pone a pintar.
Varios jóvenes se acercan a verlo y se ríen, pero Fausto no se inmuta y continúa su trabajo. Mira el rostro de la persona y fija en el papel su impresión, con la tinta negra del bolígrafo. No descansa hasta que su trabajo esté finalizado, y al hacerlo, escribe algo sobre el papel, y así concluye, divaga…
Su universo son las calles y su pasado es un misterio. Cuenta que no se lleva con su madre, que estuvo viviendo un tiempo con ella pero que se peleó, que ya no le gustó más. Aunque un tiempo estuvo viviendo en un albergue, su hogar es la urbe ahora. Las varias camisas que lleva abiertas lo cuidan del frío de las noches quiteñas. Y en su bolsa lleva un plástico que utiliza como techo que le protege de la lluvia.
Este artista urbano de 40 años recuerda con añoranza que empezó a pintar a los 14, cuando el sucre era la moneda que se utilizaba. “En ese tiempo había más plata y la gente era más buena y apoyaba”, repite insistentemente.
Nadie le enseñó a dibujar. Cambió el oficio de lustrabotas por el de vendedor de frutas y allí, en el barrio de San Juan, descubrió el arte de la pintura. Sin embargo, se siente limitado por la falta de recursos y dinero. Quisiera pintar a Cristo caminando sobre el agua, con los diferentes tonos celestes del mar. Por eso quiere cambiar su obra por materiales, como pinturas y acuarelas, para redescubrir los colores que brillan en las imágenes de su cabeza.
Con un poco de inocencia, como en sus carteles acusatorios, Fausto apunta siempre contra la sociedad, contra la mezquindad y contra la indiferencia. “La gente no apoya ahora al arte. La gente habla alrededor mío, critica, murmura… Solo me andan diciendo loco, pero yo nunca he sido loco en la vida, porque los locos son los que hacen daño y yo no hago daño a nadie. Solo quiero pintar en libertad”. Fausto nunca parece calzar en ningún programa de bienestar social, pues no tiene casa ni cédula, su historia, que sigue siendo un misterio.