Los chilenos parecen estar a salvo de la idiotez ideológica, tan tercamente instalada en la vida política latinoamericana. El dato más destacado de las pasadas elecciones no es la contundente victoria de Sebastián Piñera en la primera vuelta, como predecían las encuestas, sino la clarísima derrota de Marco Enríquez-Ominami (MEO), candidato de la izquierda bananera, vecina del chavecismo bolivariano, rociada en este caso por un glamoroso aroma parisino.
El joven diputado, criado en Francia, alcanzó el 20% de los sufragios. Su jefe de campaña y principal soporte financiero fue Max Marambio, un hombre con un pasado sombrío y violento, vinculado durante décadas al Gobierno cubano, fuente primigenia de su notable riqueza personal. Si MEO se hubiera alzado con la presidencia, Chile entraría en un nuevo periodo de convulsiones y enfrentamientos, un aumento de la pobreza, más atraso relativo y una notable destrucción de capital.
A pocos días de esta primera ronda electoral -la segunda, entre Piñera y Frei será en enero-, hubo otra noticia relevante: Chile fue admitido a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico). Es el trigésimo primer país que integra ese selecto grupo de naciones, en general las mejor gobernadas del planeta. La razón esgrimida para aceptarla es la calidad de sus “políticas públicas”. Y es cierto, en Chile el sector público no es perfecto, hay grandes deficiencias, pero la calidad del Estado chileno es la más alta de América Latina.
Eso explica la fidelidad de la inmensa mayoría de la población al modelo de Estado en el que vive. Los chilenos no quieren demolerlo sino perfeccionarlo. El 75% de los electores desean vivir en un país en el que impere la ley, abierto al mundo, en el que se respeten los derechos individuales, mientras el aparato productivo permanece en manos privadas, porque tienen malos recuerdos de las viejas etapas estatistas.
Los chilenos no quieren un Gobierno de caudillos, sino de instituciones por meritocracia. No están enfermos de “tercermundismo”. Lejos de odiar al Primer Mundo, desean formar parte de él.
Naturalmente, hay diferencias entre Piñera y Frei, como las hay entre Obama y McCain, Thatcher y Blair, Aznar y Felipe González, pero son de matices.
Esencialmente, discrepan sobre la presión fiscal y el gasto público, la tasa de interés o el volumen de la masa monetaria, pero no cuestionan el corazón institucional del sistema, basado en la separación y equilibrio de poderes, ni los fundamentos filosóficos de la democracia liberal, ni el principio básico de que todos los ciudadanos deben colocarse bajo la autoridad de la ley, comenzando por los gobernantes
Bien por Chile. ¿Hay alguna otra sociedad latinoamericana, además de la chilena, que haya alcanzado ese mismo grado de consenso y cohesión?