Conmoción y luto por el asesinato de equipo periodístico

1. Javier Ortega (izq). En febrero, con el Ejército, recorrió el río Mataje. 2. En la Plaza Grande, Paúl Rivas (c) aparece con una cometa. 3. Un recuerdo de Efraín Segarra (der), en la Mitad del Mundo. Foto: Archivo

1. Javier Ortega (izq). En febrero, con el Ejército, recorrió el río Mataje. 2. En la Plaza Grande, Paúl Rivas (c) aparece con una cometa. 3. Un recuerdo de Efraín Segarra (der), en la Mitad del Mundo. Foto: Archivo

1. Javier Ortega (izq). En febrero, con el Ejército, recorrió el río Mataje. 2. En la Plaza Grande, Paúl Rivas (c) aparece con una cometa. 3. Un recuerdo de Efraín Segarra (der), en la Mitad del Mundo. Foto: Archivo

Javier Ortega, pasión por indagar y narrar

Entre sus planes cercanos no estaba contraer matrimonio o tener hijos. Javier Ortega, de apenas 32 años, repetía que estaba casado con el periodismo. Y que su esposa se hallaba en un cartón, debajo de su escritorio, entre miles de documentos del caso de turno. Por ejemplo, en el 2017: Odebrecht.

Con casi ocho años de ejercicio profesional, sus textos nunca eran planos. Su reportería exhaustiva se saboreaba en cada párrafo. Y siempre estaba blindada con datos.

Javier -recuerda su editor, Geovanny Tipanluisa- era de esos reporteros que se emocionaba con los temas que seguía. Y que sentía el gusto por ir detrás de una nota. Estuvo muy contento cuando regresó de una cobertura en septiembre del 2016. Fue a las Lomas del Yarí, a la última convención de las FARC.

En el puesto que ocupaba en la Redacción se quedó vacío un jarro negro, con el sello del Barcelona de España, que Sara Ortiz, su compañera de la sección Seguridad, le regaló.

Lo usual era que el ‘Negro’, como ella le decía, lo llenara de café, en las tardes, antes de empezar a escribir. Tenía vocación por el oficio. No miraba el reloj, esperando dejar el periódico tan pronto como pudiera. Muchas de sus notas las cocinaba a fuego lento, por eso los viernes era común que se quedara hasta muy tarde, cerrando las ediciones de domingo y de lunes.

Su familia ha contado que el deseo de estudiar periodismo hizo que dejara Valencia (España) y que regresara solo a Ecuador. Al Diario le harán falta sus narraciones; al periodismo, su vocación; a sus compañeros la conversación en el almuerzo o el café. A todos les queda el deseo de saber cómo habría sido el libro sobre Lionel Messi, que añoraba escribir un día.

Paúl Rivas se ganaba a la gente y la retrataba

Todos sus compañeros recuerdan ese caminar osado, gracioso, parecido a un baile. Así, alegre, como con fondo musical, llegaba a las coberturas. Vestía jean, camiseta y zapatos deportivos muy sencillos. Pero su personalidad juguetona y una sonrisa pícara lo revestían de un aire de rey del mundo.

Paúl Rivas iba a cumplir 46 años este mes (abril del 2018). Y seguramente sus amigos lo saludarían llamándolo ‘Rivitas’ o ‘Caramelo’. En casa le decían ‘Clavito’, por alto y flaco.

Su jefe, Ponto Moreno, lo conoció en otro plano: como uno de los fotógrafos que más propuestas traía para las páginas gráficas de domingo. Por eso -anota- ganó tantos premios Jorge Mantilla Ortega, en 20 años en EL COMERCIO.

Armando Prado, su editor, cuenta que era muy bueno cubriendo partidos de fútbol. Pero lo que mejor hacía era retratar personas. Quizá ese don especial para acercarse y hacer que la gente confiara en él, más su profesionalismo, jugaban a su favor.

Siempre andaba detrás de un tema, como el de Palma Real, en la frontera con Colombia, que está por publicarse. El 16 de abril del 2016, día del terremoto de Manabí, fue el primero en llegar allá. Envió algunas fotos por WhatsApp.

También retrató a los desaparecidos, los altares de los héroes del Cenepa, etc.

Pero Paúl Rivas tenía un lado dulce que sus allegados también reconocen. Su novia, Yadira Aguagallo, lo ha descrito como el mejor a la hora de sorprenderla. Y algunos dicen que en su corazón seguro se llevó fotos de su única hija Carolina, de 22 años, y de su mamá Guadalupe.

En estos días de dolor, quienes lo quieren confían en que estará sonriendo porque por fin pudo volver a darle un abrazo a don Ángel: su papá. De él heredó la habilidad y el gusto por la fotografía.

Efraín Segarra, la amabilidad al volante

No solo tenía cara de buena persona. Efraín Segarra lo era. Con ‘Segarrita’ al volante, el equipo estaba completo. Manejaba con precaución y estaba presto para ayudar, también para escuchar y aconsejar.

A EL COMERCIO llegó en febrero del 2000. Pero su recorrido como conductor profesional abarcó 36 de sus 60 años. En los trayectos cortos, y más en los largos, siempre contaba alguna anécdota de sus hijos Christian, periodista de Carburando, y Patricio.

Los muchachos eran su mayor orgullo. Parecía ser un padre cariñoso, quizá por eso trataba a periodistas y fotógrafos como alguien cercano. Sabía detalles de la vida de quienes lo rodeaban, y se ganó su confianza y aprecio.

En una cobertura, el mes anterior (marzo), llegó a la casa de Fausto Miño, en Lumbisí. Se quedó maravillado al ver en el patio a siete gatos y casi igual número de conejos. Entonces contó que a la casa en donde habitaba llegó un felino. Empezó a alimentarlo y de pronto el animal trajo a su novia.

Antes del viaje a Esmeraldas, Segarra le compartió una preocupación al fotógrafo Galo Paguay. No quería que su gato se quedara solo, pasando hambre. Así que le aconsejó dejarle comida para varios días a su compañero.

Efraín Segarra nació en Pasaje, en El Oro. Pero haber llegado a la capital a los 5 años le hizo ser tan quiteño como para volverse incluso seguidor del equipo chulla.

Otro fotógrafo, Diego Pallero, comenta que su esposa y sus dos hijos le tenían mucho cariño. Si coincidían en un turno de fin de semana lo llevaba a su casa para almorzar. Comía todo, menos verde y cebollas, recuerda.

En su camioneta azul tenía las palabras Virgen del Cisne. Además una franela, con la que sacaba brillo al automotor mientras esperaba.

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